Los Guardianes

El atardecer le quitaba los colores a la selva que rodeaba el templo cuando los dos hombres sagrados, maestro y aprendiz, se sentaron uno frente al otro en sillas de madera, ante la mesa de piedra donde una lámpara quemaba aceite para alumbrar. Las copas de los árboles más altos aún mantenían la silueta anaranjada y de a poco se dejaban escuchar o sentir las fieras que cada noche, sin mostrarse, los vigilaban por ser extranjeros desde hace dos meses. Solo unas pocas aves se veían en las ramas que daban hacia la entrada del templo, donde dos estatuas enormes, personificando a los dioses elegidos por el rey y la reina para proteger su gobierno, las miraban con sospecha a través de los cristales que tenían por ojos. Los hombres, uno anciano y el otro joven, fueron elegidos por el rey para cuidar la estructura que sería el lugar de descanso final para la familia real. A diario, debían orar cuando el sol se ubicara en posiciones específicas en el cielo para alegrar a los espíritus que residían en las piedras del templo y que también actuaban como guardianes. Pero además reflexionaban y discutían durante horas para aprovechar el tiempo y producir nuevos conocimientos, de los que debían dejar registro en los libros apilados en una bodega.

Si un ciudadano del reino leyera los escritos de uno de esos libros, el que los soldados llevaron de regreso a la capital después de encontrar vacío el templo en la última inspección, le costaría creer lo que ahí se narraba. Pensaría que eran los desvaríos de un sacerdote que perdió la razón a causa de la soledad que tuvo que soportar lejos de la civilización, porque en esas páginas leería sobre una lucha que duró hasta el segundo amanecer después de iniciada y en la cual se libraron dos batallas: una mental que no terminó hasta el primer amanecer y que casi mata a los contendientes; y otra de espadas que alumbraban la noche con los relámpagos que nacían de cada choque de los metales. Cinco soldados llegaron escoltando a otro hombre sagrado y al no encontrar a los guardianes que llevaban más de dos años cuidando el templo, registraron a fondo todos los rincones de la enorme tumba. Solo habían rastros de comida podrida, utensilios sucios y la cabaña donde dormían y cocinaban con todos sus objetos intactos. El libro era el único que estaba dentro de la bodega, pero sospecharon que los otros fueron quemados porque vieron rastros de hojas entre las cenizas del fogón de la cabaña. De los guardianes, nada.

Aquel atardecer, maestro y aprendiz, frente a la mesa, murmuraban la oración que correspondía a la última ubicación del sol antes de desaparecer en las montañas. Estaban sentados a la entrada del templo, en una gran plataforma rectangular limitada por pilares en dos costados y por el frente, donde también se erigían las estatuas a ambos lados de la escalera que llevaba a la plataforma. Al fondo, se ingresaba a un pasillo con tres umbrales a cada lado, las seis habitaciones donde sería enterrada la descendencia de los reyes. El pasaje terminaba y se abría a la gran bóveda, una caverna iluminada por antorchas que nunca se extinguían y que contenía un sarcófago de piedra con figuras talladas por los mejores artesanos del país. A su izquierda, sobre un pedestal, una vasija gorda en la base y alargada por arriba, pintada con patrones de colores nacidos de manos igualmente diestras. El resto de los espacios, vacíos.

Cuando los guardianes llegaron al templo traídos por los soldados del rey y entraron por primera vez a la bóveda, el joven consultó al maestro el por qué de una vasija junto a un sarcófago. El anciano explicó que, cuando muriera, y debido a que esa era su creencia, el cuerpo de la reina sería guardado en un ataúd de oro y puesto dentro del sepulcro para protegerlo mientras su alma viajaba hacia las siete pruebas que debía superar para reencarnar en la tierra. Por otro lado, y debido a que su creencia estaba en el otro extremo, el rey sería incinerado y las cenizas puestas en la jarra: para él, la vida empieza y termina en esta, no hay más. El aprendiz no supo qué decir, nunca había escuchado algo así. El rey y la reina divididos por su creencia sobre la muerte y la trascendencia. Pero lo que más le llamó la atención fue el pensamiento del rey, porque lo común y aceptado, pese a los cambios de dioses de un gobernante a otro, era la vida en el más allá y las pruebas que todos tendrían que enfrentar. Una de las estatuas de la entrada, continuó el maestro, la que estaba alineada con la vasija, era el dios elegido por el rey, que solo atiende a sus fieles mientras viven y en la muerte los ayuda a disolverse para siempre. La otra efigie, alineada con el sarcófago, era la diosa que recibiría a la reina cuando muriera y la pondría a prueba para determinar si era digna de la reencarnación.

Terminada la oración del atardecer, ya caída la noche, aprendiz y maestro quedaron en silencio. Siempre era así, les costaba volver del estado de suspensión que los rezos les provocaba, lo sentían como estar en otra parte o quizás ahí mismo, pero de otra forma. Cuando el anciano pudo reaccionar, vertió más aceite en la lámpara que estaba a punto de apagarse. De a poco, el rostro de los hombres volvió a iluminarse. El aprendiz se levantó y fue hacia la cabaña hecha de piedras y techo de ramas, y de una caseta al costado, la despensa de alimentos, sacó varios tipos de fruta y carne seca. Volvió a la plataforma y los puso sobre la mesa. Comieron callados. Terminada la cena, el joven se puso de pie y se dirigió al pasillo. Entró y caminó hacia la luz de las antorchas que resplandecía al final del corredor. Se paró frente a la vasija y se quedó mirándola, sin entender. Al rato, el maestro apareció a su lado. El aprendiz le expuso por primera vez su confusión. No podía entender cómo el rey pensaba que no había más vida que esa, contradiciendo la creencia que había perdurado desde los orígenes de la civilización. Es más, no entendía la decisión del soberano al elegir como divinidad regente a un dios menor, una entidad que pocos adoraban y que era considerada una oveja negra en el panteón de las divinidades.

“Cada monarca tiene el derecho a elegir a los dioses que velarán por su reinado. Es una atribución celestial y no está en nosotros hacer juicios. No es mi creencia, pero respeto lo que mi rey decida”, respondió el maestro. “Yo comparto la visión de reencarnación de mi reina, ahí es donde me cobijo y muchos lo hacen así. Pero hay que aceptar que varios se han pasado al lado del rey”. “Pero esto es un quiebre en nuestra tradición”, dijo el aprendiz. “¿Cómo gobernarán con esa diferencia trascendental? Se acabará el orden que ha mantenido unidos a todos los pueblos. Pensar que no hay más que esto es ridículo”. “Quizás para el rey, eso sea suficiente”, contestó el anciano. El joven no podía ver el sentido. Nadie esperaría el retorno del monarca y todo su legado se perdería, solo se velaría por el de la reina. “¿Y para qué crees que deja la vasija en este templo que está bajo nuestro cuidado y que otros seguirán protegiendo cuando hayamos muerto?”. “¡Pero esa vasija es para guardar trigo, fruta, carne, vino!”. “Así es”. El aprendiz calló, estaba ofuscado y así miraba esa jarra que empezaba a odiar, como si las pinturas de la superficie estuvieran burlándose de él. Veía muecas, patrones que a sus ojos eran obscenidades. Se dio vuelta sin decir nada y abandonó la bóveda y a su maestro que lo miraba con cariño.

Más tarde, cuando el anciano entró en la cabaña, su protegido dormía, parecía estar en paz. Se sacó el collar dorado, la túnica blanca y se acostó desnudo sobre las mantas en uno de los rincones. Antes de cerrar los ojos, se pasó la mano por la cabeza afeitada para limpiarse el sudor. A esa hora, la transpiración aún le ardía en la piel. No sabía si era por el calor o por las fieras invisibles que no paraban de adornar el silencio con gruñidos y respiraciones roncas, como desafiándolo. Aún no se acostumbraba a su presencia o más bien le costaba habituarse a no ver el origen de esos sonidos. Su civilización manejaba el fuego, le daba forma al metal, controlaba los ríos a su antojo y había desarrollado una forma letal de combate. Pero aún se sentía como un pedazo de carne cruda en un plato cuando esos animales acechaban. Ni siquiera podría haber dicho que eran las mismas bestias que cazaban con su pupilo para alimentarse. Lo ignoraba. El templo se levantó en una zona alejada de la ciudad principal como una suerte de manifiesto de la continua expansión que el país llevaba adelante hace generaciones. A la hora de sus muertes, el rey y la reina esperaban haber acercado más las fronteras hacia el templo. Si algo les pasaba a los guardianes, nadie lo sabría hasta dentro de tres meses, cuando los soldados llegaran para hacer la primera inspección. Estaban solos, ese era el precio a pagar por el alto honor de convertirse en protectores. No había responsabilidad más digna para un sacerdote que cuidar la tumba de sus señores y mantener a los espíritus de las piedras contentos para evitar los poderes oscuros. De eso dependía, en gran parte, el descanso de los monarcas.

Pasaron los días y los meses, el calor cedió al frío y las lluvias anunciaban que pronto caerían. Los soldados ya habían realizado la primera inspección. Trajeron vasijas con maíz, fruta y agua del río que pasaba por el centro de la capital y se llevaron los primeros libros terminados con los escritos de los sacerdotes. También dejaron mejores cuchillos, además de lanzas y flechas para que los guardianes tuvieran otras opciones de caza y el abastecimiento de carne se hiciera más rápido. Hasta ese momento, habían cazado con las espadas tradicionales del estilo de lucha de la religión oficial, en el cual el aprendiz se había convertido en un espadachín peligroso, mientras que el maestro, a pesar de su edad avanzada, todavía era un guerrero del cual debía cuidarse hasta el mejor soldado del reino. Antes de irse, los soldados dejaron un pergamino con la orden de que, una vez recibido el mensaje, las oraciones debían hacerse dentro de la bóveda. Así lo hicieron. Un día al amanecer, ambos se encontraban arrodillados con las manos sobre los muslos, uno a un costado del sepulcro y el otro al lado de la vasija. Tenían sus rostros hacia los futuros contenedores de los cadáveres. Estaban en suspensión y las piedras de las paredes vibraban con un murmullo de madre que abraza al hijo. Un viento que soplaba desde ningún lugar acariciaba los rostros de los religiosos y hacía bailar las llamas en las antorchas. Desde aquella conversación sobre la vasija, el joven no había vuelto a tocar el tema y ambos consumieron cada jornada en sus obligaciones, entre las oraciones, reflexiones y las enseñanzas del maestro.

De pronto, la cabeza del anciano sufrió un espasmo, como si en su mente apareciera la imagen de una pesadilla soñada hace mucho tiempo. Percibió que una de las piedras dejaba de vibrar y de ella recibió una opresión que, tras pasarla por el cedazo de su sabiduría, tradujo como miedo. Aumentó la intensidad de las plegarias en su mente y combatió esa sensación, pero cuando él empujaba, ella devolvía una ola mucho más violenta. El viejo continuó empujando con los rezos, hasta que la opresión cedió y la piedra volvió a vibrar. El término de las oraciones se acercaba, pero el maestro abrió antes los ojos y miró a su protegido. Lo vio igual que siempre, salvo por una mueca en la boca que se le hizo sarcástica. La bóveda de a poco dejó de vibrar y el joven abrió los ojos. Se quedaron mirando mientras abandonaban el estado de suspensión. Salieron en silencio.

“¿Oraste correctamente hoy al amanecer? ¿No olvidaste ninguna plegaria?”, le preguntó el maestro a su aprendiz aquella noche en la oscuridad de la cabaña, ambos en sus camas cubiertos con gruesos mantones. El sacerdote no sabía si el joven estaba despierto. “No olvidé nada, maestro. Oré como es mi deber orar”. “¿Notaste algo extraño durante la oración?”. El aprendiz se demoró en responder, quería dormir y no comenzar una discusión. “No maestro, no noté nada extraño”. Al anciano no le gustó ese tono de voz. “Descansa, protegido mío, mañana debemos continuar”. Pero el maestro no pudo descansar. Si bien el aprendiz había cumplido a diario con todo lo que debía hacer, a medida que pasaba el tiempo lo notaba inquieto en los ratos libres y buscaba la soledad con mayor frecuencia. Varias veces lo sorprendió mirando la vasija, de muy cerca, como queriendo destruirla con el pensamiento. Al día siguiente, la oración del amanecer se desarrolló tal como debía ser, pero una vez terminada, el aprendiz desapareció en la selva. No lo volvió a ver hasta el momento de la primera reflexión de esa jornada.

“¿Aún te molesta la vasija”, le preguntó cuando se sentaron ante la mesa de la plataforma. “No importa si me molesta o no, no es atribución mía preocuparme de eso”, dijo. “Siempre he tratado de enseñarte a ver más allá, descubrir el todo y a cultivar una mirada abierta”. “Me resulta mundano, la trascendencia existe y el rey se burla de ella”. “No es mundana la razón por la cual esa vasija está destinada a contener, en lugar de alimentos, las cenizas del rey. Los ciudadanos, compartan o no lo que cree el rey, vendrán a adorar la vasija”. El aprendiz se tomó la cabeza, no podía aceptar que su maestro, uno de los religiosos más poderosos y sabios de la nación, traicionara sus creencias al aceptar las ideas del rey, pero el viejo le hizo notar que hasta ese momento, no se sabía de ningún gobernante que hubiera regresado de la muerte.

Esa temporada fue lluviosa y helada, la humedad hizo crecer musgos en los rincones del templo. Maestro y aprendiz, quienes sufrieron varias infecciones pulmonares durante esos meses, sintieron que esa estación les hirió el ánimo mucho más que las anteriores. El código religioso les impedía usar otra cosa que no fuera la túnica blanca, por lo que solo podían calentarse con el fogón que ardía dentro de la cabaña y las mantas a la hora de dormir. Soportaron y el tiempo pasó. La temperatura de a poco fue subiendo y las flores comenzaron a colorear la selva y los límites del templo. Una mañana, el aprendiz descendió por la escalera de entrada con una espada en la mano y se quedó de pie unos segundos mirando la estatua de la diosa. Luego comenzó a practicar el estilo de lucha de los sacerdotes, asestaba espadazos al aire con la velocidad de un aguila que se lanza sobre una rata. Los movimientos con los que se desplazaba apenas podían verse. Así lo encontró el maestro. Fue en busca de la otra espada y bajó las escaleras para unirse a la práctica. El joven le hizo una reverencia y empezaron el enfrentamiento. Los sacerdotes no eran soldados, pero conformaban la última línea de defensa cuando el ejército fallaba y debían frenar al enemigo antes que llegara a la reina o al rey, algo que nunca había sucedido. Además, esa forma de lucha se consideraba como una práctica escencial para el desarrollo físico, mental y espiritual de los sacerdotes.

La contienda se mantuvo en los límites de la caballerosidad, hasta que el aprendiz comenzó a darle espadazos cada vez más violentos al maestro, como si de verdad estuviera defendiendo de la muerte a los monarcas. Con un movimiento rápido, el viejo apenas pudo desviar el golpe que se dirigió a su brazo. Respondió al ataque y, tras hacer retroceder a su pupilo, con una estocada demasiado diestra para un hombre de sus años, le arrebató la espada de las manos. El aprendiz se quedó inmóvil, mirando el arma en el suelo. Se metió la mano bajo la túnica y se rascó el pubis, un gesto que el maestro había visto aparecer en el joven hace meses y que con el tiempo se fue haciendo más repetitivo, como si un parásito hubiera anidado entre los pelos y se negara a abandonarlos. “¿Estás bien?”, le preguntó. El aprendiz no respondió. “Prepárate, el sol pronto estará en el centro del cielo y debemos orar”. El viejo fue a guardar la espada y luego entró en la bóveda. Su pupilo se demoró en llegar, todavía se rascaba el pubis. Ambos se hincaron, tomaron aire y poniéndo las manos en los muslos dieron inicio a las plegarias.

El maestro volvió a sentir la opresión, pero esta vez no desde una sola piedra, sino desde varias. Habían dejado de vibrar y trataban de recuperar el movimiento contra unas manos que las inmovilizaban. Esta vez, el anciano no sintió miedo, sintió furia. Pero se controló, de otra forma no podría devolverles la vibración. De todos lados aparecieron ráfagas que agitaron las llamas de las antorchas y algunas estuvieron a punto de apagarse. El maestro se concentró profundamente, pero la opresión le hundió el pecho y sintió una mano que le apretaba el corazón. Le costaba aguantar el dolor, pero se mantuvo equilibrado en las plegarias. De pronto, como en una explosión, la opresión desapareció y las piedras volvieron a vibrar. El viejo cayó de espaldas como si le hubieran pateado el pecho. Su nuca golpeó el suelo y gritó. Estaba agotado, pero se puso de pie y miró al aprendiz, aún estaba arrodillado orando, con esa mueca de sarcasmo que había visto antes. Lo sacudió para despertarlo y lo levantó agarrándolo de la túnica. “¡Esto debe terminar ahora, vuelve en ti!”, le gritó en la cara. “¡Estás poseído, no debes renunciar a la misión que se te encomendó, hiciste un juramento”. El joven se soltó empujando al maestro, la túnica se desgarró. “Debería existir solo una y nada más”, respondió el aprendiz. “Mi única misión es velar por la unidad y el orden” y diciendo esto empujó la vasija. El viejo se movió rápido y logró agarrarla antes que se hiciera trizas en el suelo. “¡Has perdido la razón!”. Pero el aprendiz no lo escuchó, ya iba a medio camino por el pasillo hacia el exterior.

En los meses siguientes apenas hablaron. El joven evitaba el contacto con su maestro y se dedicó a la soledad vagando de día por la selva. Se acabaron las lecciones y las reflexiones que debían hacer para entregar nuevos conocimientos al reino. El anciano solo logró que su pupilo cumpliera con las oraciones, siempre con miedo a que la opresión apareciera y se quedara para siempre en la tumba de los reyes. Estaba perdido, no sabía qué hacer para que el joven entrara en razón. Después de buscar una solución durante mucho tiempo, se rindió. Cuando volvieron los soldados para una nueva inspección, les entregó en secreto una carta dirigida a los gobernantes pidiéndoles que relevaran a su aprendiz y enviaran otro guardián. De ser necesario, estaba dispuesto a renunciar a su deber sagrado si deseaban que otra pareja de maestro/aprendiz se hiciera cargo de la vigilancia de la enorme tumba. Le dolió la decisión. Había tomado al joven bajo su tutela cuando cumplió los 7 años, edad en que se comienza a educar en el sacerdocio a los niños que muestran sensibilidad hacia los espíritus. Por sobre cualquier vínculo paternal que hubiera desarrollado, estaba su deber como guardián y la paz del descanso de los reyes, pensó mientras caminaba por el pasillo durante un atardecer para iniciar otra sesión de plegarias. Los dos hombres sagrados se arrodillaron en las mismas posiciones de siempre, el aprendiz frente a la vasija y, al otro lado, el maestro con el rostro hacia el sarcófago. Comenzaron a orar.

Todo se precipitó a los pocos minutos. El viejo sintió que la opresión volvía, y esta vez no venía de unas pocas piedras, lo golpeó como un mar agitado desde todos los rincones de la bóveda, intentando ahogarlo. El miedo lo hizo temblar, la cabeza rapada se le llenó de sudor y de a poco las gotas fueron cayendo hacia la espalda para empaparle la túnica. Pero recobró el balance y la concentración. Recitó en la mente las plegarias como jamás lo había hecho, tratando de fusionar en un solo campo energético la fuerza que habitaba en su cuerpo físico y en el inmaterial. Las piedras, que intentaban contrarrestar la opresión, salían y volvían a sus posiciones en las paredes, siguiendo un patrón sin lógica que creaba una danza que hubiera perturbado a los dos hombres si la hubieran visto. El viento volvió a hacer bailar las llamas de las antorchas, algunas se apagaban y volvían a encenderse para ser apagadas nuevamente, en una batalla sin fin aparente por mantenerse iluminando. El aprendiz parecía no percibir nada de lo que sucedía, oraba en paz como la primera vez que lo hizo en el templo. Las fieras invisibles que nunca dejaron de acechar por las noches, aparecieron y se acercaron. Presentían que algo sucedía dentro de esa monstruosidad que llegó para alterar el hogar que habitaban desde los inicios del mundo. Rodearon la estructura y se quedaron como estatuas olfateando, vigilando y con los oídos atentos, siempre al acecho.

En toda la historia de la civilización que gobernaba la región jamás había sucedido una batalla como la que se libraba dentro del templo. Maestro y aprendiz no se rendían. Las piedras seguían entrando y saliendo de las paredes, el fuego de las antorchas moría y volvía a la vida. En un momento, las fieras tuvieron que retroceder hacia la selva, pensaron que la bóveda se derrumbaría sobre ellas, pero mantuvieron las miradas fijas en los muros desde los matorrales. El fragor terminó a la mañana siguiente, cuando el maestro logró alejar a las ánimas que querían apoderarse del templo y las piedras volvieron a la vibración que confirmaba que los espíritus quedaban en paz. El viejo cayó al suelo casi muerto, el aprendiz hizo lo mismo, los dos bañados en sudor y con sangre que salía de sus narices. Los pulmones les golpeaba el pecho y cuando los apaciguaron, se desmayaron. Así quedaron hasta el atardecer.

Cuando el maestro recobró el sentido, vio a su pupilo mirando la vasija. Intentó ponerse de pie, pero quedó arrodillado. “Esto se acabó”, le dijo, “le pedí a los reyes que te reemplazaran y cuando vuelvan los soldados traerán a otro sacerdote. Te llevarán de regreso a la capital y deberás responder ante ellos”. El aprendiz tomó la vasija y diciendo “habrá solo una y nada más” la rompió en la cabeza del anciano. No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero al despertar, el maestro vio que el pedestal de la vasija estaba en el suelo y el sarcófago justo en el medio de la bóveda. Imposible, pensó, se necesitarían al menos cuatro hombres para moverlo. Se puso de pie y corrió hacia la plataforma, con la cabeza ensangrentada por el golpe. Encontró a su protegido arrodillado y con los ojos cerrados entre las dos estatuas. Frente a él, las dos espadas. De pronto, se escuchó un crujido y la estatua del dios del rey cayó partiéndose en dos. El anciano sintió que sus músculos se soltaban, resignados. El aprendiz tomó ambas espadas y arrojó una a los pies del maestro.

Era de noche, solo alumbraba la lámpara de aceite sobre la mesa. Las fieras ocultas en la espesura de la selva gruñían y se pasaban la lengua por el hocico ante el espectáculo que olía a sangre. No quedaba más que hacer. El maestro recogió la espada y, en ese instante, el aprendiz se arrojó sobre él asestándole el primer golpe. Cuando los filos de las espadas se encontraron, estalló un relámpago que alumbró el cielo durante un parpadeo y se escuchó un chillido que casi les rebana los tímpanos. Retrocedieron y se miraron con furia. Dejaron los brazos colgando mientras tomaban aire. Así que hasta aquí nos trajo la misión por la que cualquier sacerdote hubiera asesinado, pensó el maestro, pero el fracaso no lo perturbó. Adoptó la posición tradicional de ataque, su aprendiz hizo lo mismo. Se lanzaron uno contra el otro y el golpe de espadas volvió a iluminar la noche y los ojos de las fieras.

En esa danza estuvieron toda la noche, los golpes de las espadas dibujaban rayos en el aire y sobre ellos saltaban astillas de metal que asemejaban chispas a la luz de la lámpara. El huracán que salía de sus movimientos azotaba los árboles por todo el perímetro del campo de batalla. El anciano le abrió un tajo en la cara, el joven le enterró la punta de la espada en una pierna. Perdían sangre, pero no fuerza. Cuando el sol asomó por detrás del templo, se detuvieron entre las estatuas de la entrada. Agotado el anciano, ya no le quedaba más que mostrar compasión en el rostro. El aprendiz solo sentía odio y, frustrado por no haber logrado nada durante la noche, lo embistió con el cuerpo y rodaron por las escaleras. Las fieras olieron la sangre que estaba a su alcance y supieron que el momento había llegado. Maestro y aprendiz no pudieron ver desde dónde aparecieron, para ellos fueron fantasmas que se materializaron de la nada. El anciano se defendió, le cortó la pierna a una y a otra le hundió la espada en el estómago. Se le abrió un espacio de tiempo que aprovechó y corrió hacia las escaleras. Ya sobre la plataforma, se dio vuelta y vio cómo las fieras arrastraban el cuerpo del aprendiz hacia la selva. Desaparecieron entre los matorrales. Soltó la espada y se sentó apoyado en la estatua de la diosa. Cerró los ojos y no los abrió hasta que el sol le quemó la cabeza. Fue a la cabaña a buscar alimento, comió fruta y se arrojó sobre el cuerpo el agua de una jarra. Con un paño se limpió las heridas. Después, durmió. Despertó cuando los colores de la selva se disolvían. Tomó uno de los libros de apuntes que había dejado sobre unas mantas. Metió en un bolso la botella de tinta y una pluma. Caminó a la mesa de piedra en la plataforma y ahí se sentó a escribir durante los tres días siguientes, tranquilo y en paz.

 

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   

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