Ronald decidió abandonar la carretera y entrar en esa playa desierta apenas vio teñido de rojo el colchón sobre el que permanecía acostado su compañero al fondo de la casa rodante. El balazo del guardia entró en pleno estómago de Ben y aunque con sus manos intentaba tapar el agujero para detener la hemorragia, la sangre siempre encontraba una salida entre los dedos. La playa era perfecta, estaba en medio de la nada y el viaje a los pueblos más cercanos en ambas direcciones no podría hacerse en menos de hora y media, lo que daba a Ronald el tiempo suficiente para acompañar a Ben mientras moría y luego huir, en caso de que ya estuvieran buscándolos. La cara de Ben empezaba a tener ese aspecto de envase que tienen los cadáveres cuando Ronald estacionó el vehículo de espaldas al mar. Afuera, el sol ardía sobre la casa rodante y el cielo sin nubes parecía el espejo de un océano que apenas se movía. Era un día perfecto para nadar, aspirar cocaína y bajarse una botella de bourbon sobre la arena, pero adentro el ambiente era oscuro e irrespirable a causa del olor a excremento que emanaba de Ben, lo que no parecía molestar a Ronald. Pensó que sería una buena idea abrir una ventana, pero no lo hizo, solo corrió una cortina y se quedó mirando un viejo faro que a lo lejos se alzaba sobre un roquerío, preguntándose si aún funcionaría.
Esa mañana despertaron antes que el sol. Duchas cortas y de desayuno comieron cereales, hamburguesas compradas el día anterior en una cadena de comida rápida y tomaron mucho café, en una de las habitaciones del motel donde pasaron la noche, cada uno con una prostituta. Todo lo que utilizarían dentro de un par de horas estaba ordenado en la casa rodante, una Ford E350 del año 86, color café con leche y líneas oscuras a los costados. Ronald y Ben no hablaron. Desayunaron en silencio y con la televisión encendida en un noticiario. Al terminar, dejaron los restos sobre la mesa y juntos se hincaron a rezar. Luego de unos veinte minutos salieron de la habitación. Le prometieron al conserje del motel que irían a hacer algunas compras y volverían a pagar la noche. El hombre les creyó. Subieron a la casa rodante y partieron a baja velocidad, todavía tenían tiempo. Cuando estuvieron frente al objetivo, Ronald sacó una bolsa de cocaína del bolsillo del muslo de su pantalón, donde también tenía un libro pequeño. Puso un poco del polvo en una tarjeta de crédito y la acercó a la nariz de Ben. Él se demoró en aspirar. Ronald sacó otro poco y jaló. Tomaron las armas, cerrando los ojos las pusieron en sus frentes unos segundos y salieron.
En sus cabezas todo sucedió a la velocidad de un relámpago. Un destello y ya estaban de vuelta en la Ford, Ronald agarrando con fuerza el manubrio y acelerando hasta casi reventar el motor, mientras Ben se liberaba de las armas para revisarse la herida en el estómago. La ropa le pesaba. Respiraba con violencia, los pulmones se le desbocaron y pensó que moriría asfixiado antes que desangrado. Se arrastró por donde antes estaban los muebles y los sillones arrancados de la Ford, manchando con sangre la alfombra hasta el colchón y ahí trató de calmarse, pero los espasmos no lo dejaban. Gritó varias veces para que su compañero lo llevara a un hospital, pero Ronald, sin apartar la vista de la ruta, lo calló apuntándole con un revólver. Fueron cerca de cuatro horas de viaje hasta que se detuvieron en la playa.
Ronald dejó de mirar el faro y se sentó junto a Ben. Cuando estuvo sobre la alfombra, se sacó el cinturón del cual colgaba su revólver y un enorme cuchillo. Apoyó la espalda en la pared y aspiró profundo con la satisfacción dibujada en la cara. Pasó la vista como un mesías del herido a las armas y luego de vuelta al herido. “Eran niños, muchos niños”, dijo Ben mientras tosía sangre. “Ya lo sé, la operación resultó tal cual la planeamos”. “Pero eran niños, le disparé a niños”. “¿Qué te pasa?”, replicó Ronald molesto. “Fue necesario, tú lo sabes, hay que limpiar la basura”. “Pero una niña tenía un peluche en la mano, le disparé en la cabeza”. Ronald tensó el cuerpo y dejó que la satisfacción lo abandonara. Notó que sus pantalones militares absorbían la sangre que pasaba del colchón a la alfombra. “Bastardos creciendo con esa puta ideología de género que les enseñan profesores comunistas. A todos hay que ponerles una bala en la cabeza”. Ben estalló en un llanto que apenas podía llamarse llanto, la desesperación se mezcló con los espasmos que le hacían botar flemas sanguinolentas. Los ojos casi se le salían de las cuencas, tenía las mejillas hundidas hacia la boca y a cada frase de Ronald, el cuerpo se le contraía en un escalosfrío que sentía como una descarga eléctrica esparciéndose desde la nuca.
Ronald y Ben crecieron juntos en Glendale, en el estado de Arizona, donde en sus años universitarios comenzaron a practicar limpiezas. Casi llegando a la adolescencia, Ronald se jactaba, no con todas las personas, de que su abuelo materno había pertenecido al Ku Klux Klan, algo de lo cual no estaba completamente seguro, porque cuando el viejo de más de 90 años le relataba historias sobre cuerpos colgados y cruces incendiadas, ya estaba postrado en una silla de ruedas y hablaba con saliva colgándole de la boca. Según el abuelo, fue un miembro importante cuya lucha era fundamental para mantener a raya en la ciudad todo tipo de contaminación racial o perversión. Su puño cayó sobre cualquiera que mostrara rasgos ajenos a lo que debía ser un verdadero estadounidense y pateó a todo aquel que tuviera aunque fuera solo un rumor de degeneración en su prestigio, lo que a sus oídos era suficiente certeza para merecer una paliza.
Con el tiempo, relataba, los movimientos civiles, los cochinos hippies y presidentes que coqueteaban en secreto con el comunismo hicieron que el clan cayera en desgracia, dejándolo impotente y en primera fila para ver cómo el país se iba a la mierda. Cuando contaba esas historias, era el único momento en que la familia lo veía vivo, ya que el resto del tiempo parecía un moribundo que no se atrevía a dar el paso siguiente. A Ronald le hubiera gustado ver ese mismo arrojo y obediencia a dios en su padre, a quien consideraba un hipócrita que solo se tragaba la ira cuando veía a un negro o latino tomándose libertades que no le correspondían, pero que sin embargo se atrevía a tratarlo de pendejo débil e inútil. Para demostrarle lo contrario, buscó la oportunidad de partirle la cara a alguien en su presencia. Y la encontró en un mendigo que todo el barrio aseguraba era homosexual. Además, no le perdonaba que se hubiera quedado con la pistola y el rifle de su abuelo para sepultarlos al fondo de un armario.
Los relatos de su abuelo eran su orgullo, pero ya entrando a la universidad empezó de verdad a dudar del viejo, se le hacía evidente que el estado miserable en el que vivió mientras fue su nieto le alteró la cabeza, esto sin contar que fue alcohólico hasta que no se pudo parar de la silla de ruedas. La madre de Ronald, quien intentaba estar al margen sin éxito, confundía a propósito las historias cuando su hijo le preguntaba, tratando de mantenerlo alejado de todo lo que ella vivió. A veces, la mujer imaginaba sin querer a su hijo con una capucha blanca en la cabeza, como alguna vez sorprendió a su padre cuando era niña. Al desvanecerse la imagen, adivinaba que esa noche no dormiría. Ronald eligió quedarse con las verdades de su abuelo. Cuando al viejo lo enterraron a los 98 años, vio en el funeral a cuatro ancianos que no pudo reconocer entre los amigos que lo visitaban poco y nada. Cuando se acercaron a entregarle el pésame, sospechó que fueron integrantes del Ku Klux Klan. Por mucho tiempo trató de hablar con ellos para corroborar historias, pero siempre recibió la misma respuesta: ¡déjame tranquilo, hijo de puta! La última vez que llegó sin avisar a la casa de uno de ellos, el viejo lo echó a balazos.
Ronald se metió el meñique en el oído y tras moverlo por unos segundos, lo olió. Le gustaba hacerlo, sobre todo después de la ducha cuando el cerumen húmedo adquiría un aroma especial para él. Repitió el movimiento un par de veces, después metió la mano al bolsillo y la dejó ahí apretando el libro. “¿Sientes alguna culpa? ¿Estás buscando perdón? ¿De qué? Justo ahora te conviertes en un comunista marica. Dios nos encomendó esta cruzada, nos convirtió en sus soldados para limpiar nuestra nación de la mierda del ateísmo y de quienes intentan conducirnos a la degeneración”. Ben quiso llevarse las manos al rostro para contener la desesperación, pero justo cuando levantó los brazos el chorro de sangre salió con más fuerza. “Fue demasiado, nos pide demasiado”, contestó. “Dios no habló contigo, conmigo sí, a través del gran dragón”, dijo Ronald. “Hazme caso, como siempre lo hiciste”.
Esa frase quedó dándo vueltas en la cabeza de Ben por un buen rato. Como siempre lo hiciste. No estaba seguro de que fuera cierta. Ronald fue una presencia constante en su vida y siempre hicieron todo juntos. Estudiar, enamorarse, beber, drogarse, ir a casas de putas, a la iglesia, salir a romperle el cráneo a cualquiera que se les cruzara, pero no podía asegurar que le hizo caso en todo. Y si de verdad obedeció, ¿quién se equivocó? Pensar por solo un segundo que Ronald lo dominó durante su vida le provocó la sensación de estar perdiendo la sangre más rápido. Volvió a apretar las manos sobre la herida. Minutos después creyó que la hemorragia disminuía. “Quizás sí había una grieta y no la vi. La necesitábamos”, pensó. Ronald comenzó a hacer arcadas, ya no aguantaba el olor. Cuando se puso de pie, se le escapó un hilo de vómito, pero alcanzó a abrir la ventana que tenía justo encima para sacar la cabeza y botar el resto. Dejó la ventana abierta.
Ben era un timorato y solitario hijo de pastor, provenía de una familia intensa en su conservadurismo y vio en Ronald, cuando lo conoció en la escuela, una compensación. A cambio, Ben le regaló como protección una pequeña biblia heredada de su madre. Se educó bajo la figura del dios castigador y con un sentido de culpa que impregnaba todo lo que hacía. Su padre le enseñó el miedo a través de una doctrina religiosa incuestionable y misas dominicales obligatorias. Su madre, beata orgullosa de su puritanismo, no cumplía mayor función que decir que sí a todo lo que ordenaba el pastor. A medida que crecía, los evangelios se le hicieron insoportables a Ben, hasta que un día cometió la estupidez de seguir a un grupo de afroamericanos que dejaba Glendale durante el atardecer hasta una iglesia en las afueras de la ciudad. Ahí, mirando por los espacios entre las tablas de las paredes, escuchó las alabanzas en voces de un coro góspel, melodías que lo acercaron mucho más al creador que las monsergas de su padre.
Al llegar tarde a casa, el pastor le sacó la verdad a correazos. La madre de Ben no recordaba una golpiza como esa ni tampoco que el padre usara la hebilla. Sin importarle que los brazos de Ben estuvieran ensangrentados, le bajó los pantalones y alrededor del muslo izquierdo le puso un silicio que no se pudo sacar durante dos días. También lo sentenció a intensas sesiones de oración para expiar el pecado lo antes posible. Ben se entregó con pasión a su castigo. Maldijo a los negros que lo tentaron a seguirlos hasta ese ritual repugnante y a sentir la misericordia divina a través de esos cantos lascivos. Pero en secreto, también usó la penitencia para limpiarse de la atracción que sentía por algunos de sus compañeros de escuela, porque jamás se atrevió a pedirle ayuda a su padre ni a nadie en la iglesia. De alguna forma tenía que sacarse de la boca la fantasía de las lenguas de otros hombres y terminar con las erecciones que no lo dejaban ducharse en los camarines del gimnasio escolar. Pero el verdadero camino a la expiación lo encontró más tarde, cuando Ronald lo obligó a cachetazos en la cara a perder su virginidad en un burdel. La experiencia fue tan perturbadora que abrazó el flagelo de acostarse con prostitutas como el camino para purificarse, método que luego abandonó por la misión divina que Ronald dijo era un deber para ambos. Terminada la universidad, Ronald y Ben se fueron a Salt Lake City, en Utah, atraídos por grupos que avalaban su doctrina, incluso de forma más extrema. Ahí descubrieron la organización y logística vía redes sociales.
En esa dimensión dejaron de ser dos y entraron en la lógica de una comunidad tan masiva, que se convencieron de que la mayor parte de la humanidad guíaba al mundo hacia donde ellos querían llevarlo. Se conectaron a una tela de araña donde cada hebra les llevaba sin límites un conocimiento que nunca imaginaron podía existir, nuevos argumentos, nuevas armas, una nueva trinchera, todo calzaba, todo se solidificaba. Descubrieron otros flagelos, otras enfermedades que empezaban a pudrir todo lo que ellos querían proteger, pero al mismo tiempo, cosas que antes parecían sin importancia, leves como una pelusa, que se dejaban ver por el tiempo suficiente para pensar que solo eran espejismos, adquirieron peso, permanencia, sumándose a ese bloque que los sustentaba y que ahora quedaba sin ninguna fisura, inamovible. Con el paso del tiempo, las ideas se fortalecieron, pero también la amenaza, por lo que Ronald y Ben decidieron que la escalada era inevitable. Las culpas ya estaban asignadas.
En el encuentro final realizado en un sótano con olor a vertedero en las afueras de la ciudad, en el cual se repasaron los últimos detalles de la operación, Ronald vio a su amigo intentando ocultar unos temblores y una mueca de malestar en la cara. Ben pensaba que nadie lo notaba, pero no podía parar de llevarse el dedo a la nariz y luego limpiarse disimuladamente los mocos en la ropa o en la pared donde apoyaba la espalda. El gran dragón del grupo se dio cuenta de todo. Es una suerte, pensó Ronald en ese momento, que nuestro líder tenga la fortaleza suficiente para poner en su puto lugar a los que dudan. Con un par de frases y un tono de voz amplificado como dentro de una alcantarilla, dejó a Ben como estatua, aunque fue imposible borrarle el miedo de los ojos. Ronald quedó con la sensación de que algo se agrietaba.
Hastiado de acompañar a un muerto que le hacía perder el tiempo al no querer asumir su muerte, Ronald quería que Ben se desangrara pronto para seguir el camino solo. O que algo hiciera todo más rápido. Tomó un revólver del suelo, lo miró, se lo puso en la frente con los ojos cerrados y luego de unos segundos lo dejó en el mismo lugar. Al abrir los ojos notó que ya era demasiado el contraste entre la palidez de Ben y el rojo del colchón. Le tomó las manos y lo obligó a sacarlas del agujero en el estómago. “Deja de taparte la herida. Morirás pronto y disfrutarás de la gracia de nuestro señor. Tu aporte a la causa reivindicará a los héroes del ataque al capitolio”. Ben movió apenas su cabeza hacia Ronald, parecía que ya no lo veía. “Una sola fisura podría habernos salvado, solo una”. Luego de esa frase en suspiro, que su amigo confundió con la última exhalación, Ben se convirtió en el envase. Ronald se levantó y agarrando el cuerpo del cinturón lo arrastró por el piso de la casa rodante para arrojarlo por la puerta a la playa. Ben cayó de cabeza y se escuchó un chasquido, como una patada quebrando un pedazo de madera. Las piernas se doblaron hasta el pecho, pero luego la espalda se fue hacia la arena y el cadáver quedó estirado, parecía un cuerpo fosilizado recién desenterrado. A esa hora de la tarde, aún no aparecía ningún ser humano en la playa y se escuchaban los graznidos de aves que Ronald no pudo ver. Volvió al interior de la casa rodante, agarró el colchón y lo tiró sobre el cuerpo. Del bolsillo del pantalón sacó la biblia de la madre de Ben, la abrió y se quedó mirándola, sin leerla, en una página cualquiera. De pronto se sacudió como despertando de un sueño. Escupió la biblia y con ella le dio en la cabeza a su compañero. Alzó los ojos y vio el viejo faro sobre el roquerío. Se convenció de que no funcionaba.