Manuel salió de la cocina en dirección al patio de la casa, donde su mujer leía y bebía una copa de vino sentada en uno de los sillones de la terraza, disfrutando más el aire fresco del atardecer que la historia del libro. Cada soplido le helaba el sudor en el cuello y en la frente, por lo que Sofía se detenía a mitad de los párrafos para cerrar los ojos y levantar la cabeza. Luego, un buen trago de vino para añadir sueño a su cansancio, el que aumentaba también con la tortura de recordar cómo se sentía la caricia de la almohada en su oreja. Manuel salió al patio como buscando a su hijo para retarlo por mear otra vez el piso del baño.
-¡Budín de acelgas! Tú sabes que no me gusta, ¿por qué de nuevo con acelgas? Te iba a decir que nos comiéramos unas pizzas-.
-No voy a pelear otra vez contigo por esto, ya lo conversamos. Te tienes que cuidar, el colesterol alto no es hueveo. Cociné harto para que mañana lleves al trabajo-, le respondió Sofía sin dejar que su marido le arruinara el relajo.
-Pero tengo que darme algún gustito de vez en cuando, llevo dos semanas comiendo como las vacas. La comida verde es para las vacas-.
Manuel estaba en el límite de necesitar medicamentos para bajar el nivel del colesterol y el médico fue severo: adiós a las frituras, grasas y carnes rojas, bienvenidas las ensaladas, frutas, el pavo cocido y la fibra, de lo contrario, remedios por un buen tiempo. Manuel nunca se cuidó, no concebía la comida que no pasara por un sartén con aceite, decía que los vegetales en el asado eran un absurdo y solo los tocaba bajo la mirada de su madre. Ya tenía varios kilos de sobrepeso y después de conocer los resultados de los exámenes, Sofía se convirtió en la profesora que amenaza con una regla. “Desde hoy en esta casa se come sano, sobre todo por los niños, no quiero que se conviertan en un basurero como su padre”, había dicho a la salida de la consulta médica, no como sentencia para Manuel, sino como manifiesto que lanzaba al horizonte.
-¿Pero por qué de acelgas? Puta, Sofi, no tienen sabor y me hinchan-.
-Te hinchas por las porquerías aceitosas que comes cuando estás en la pega, no creas que no lo sabía. Y porque siempre andas trancado porque no comes fibra-. Sofía miró la hora en su reloj. -En unos veinte minutos va a estar listo, así que ayúdame poniéndo la mesa-.
-Así no voy a aguantar. Acuérdate de lo que decían en esa película del agente doble 0 que vimos el otro día, de qué sirve vivir si uno no se siente vivo-.
Sofía cerró los ojos y se rascó la sien derecha. El momento que el día le había reservado solo para ella comenzaba a disolverse. Odiaba cuando su esposo usaba frases de películas, de su boca salían ridículas, aunque las sacara de una adaptación de Shakespeare. Con su tono de voz y las inflexiones que les imprimía, sonaban como las sentencias del horóscopo del diario. El hombre carecía del habla del poeta. Cuando trataba de convencerla para que pololeara con él, le dijo “solo soy un chico parado frente a una chica pidiéndole que lo ame”. Casi le dice que no.
-Déjate de hablar huevadas. En esta casa te cuidas, no voy a andar preocupada de que te pase algo. Increíble la poca fuerza de voluntad que tienes-.
-No te preocupes, en serio. No me va a pasar lo que le pasó al Mario-.
-¿Qué le pasó al Mario?-.
-Es lo que te iba a contar cuando llegué, pero estabas ocupada en la cocina. Y obvio que no te llamé durante la tarde porque dejaste el celular en la casa, pajarona como siempre. Por favor, ponme atención un rato, esto es serio-.
Mario era el esposo de la mejor amiga de Sofía, Fernanda. Ellas se conocieron a los 14 años y desde que se casaron, hicieron todo en pareja, vacaciones, hijos en el mismo colegio, cenas y fiestas, por lo que Mario y Manuel también se conviertieron en amigos, tanto que aumentaron el colesterol casi al mismo tiempo. Las dos familias formaban una gran familia que incluía, por ambos lados, a los suegros, cuñadas, tíos, primos, nietos y uno que otro pariente solterón, borracho o en el psiquiátrico. Todos se conocían y llevaban una especie de vida en comunidad, pero cada núcleo en su casa. Mario era un obeso que comía peor que Manuel y también fumador y bueno para el destilado. Jamás fue un nómade, costaba despegarle el culo del sillón y solo hacía ejercicios cuando tenía que correr para llegar a la botillería del barrio antes que la cerraran. Llevaba meses tomando medicamentos, porque sus niveles de colesterol y triglicéridos se volvieron críticos, esto sin contar la diabetes que se asomaba como tanteando para ver si alguna cagada podía dejar. Su mujer era la que más sufría en la épica de cambiar hábitos de más de 30 años.
Manuel le contó a Sofía que Fernanda lo llamó durante la tarde porque necesitaba ubicarla. Según Manuel, sintió la noticia como si alguien se sentara en su pecho: Mario había sufrido un accidente cerebrovascular. Dejó todo botado en el trabajo y partió a la clínica donde lo tenían internado. Al llegar, se encontró con Fernanda, el diagnóstico era grave y las probabilidades de muerte altas.
-No te creo, me estás agarrando para el hueveo-, le dijo Sofía, pasando del recuerdo de la caricia de la almohada a la ansiedad de la tragedia que no se quiere asumir.
-Es verdad. Estuve en la clínica pero no me dejaron entrar a la habitación. Vengo llegando de allá-.
-Y con esto sigues alegando por las acelgas. ¡Te pasaste! Voy a llamar a la Feña-.
-Espera, hay algo más que debes saber-.
-¿Qué pasó?-.
-En la clínica también vi a la hermana de la Feña. Estaba destrozada. Tú sabes que quiere mucho al guatón, pero de verdad la vi muy mal. Me acerqué a hablar con ella y la llevé un rato a la calle para tratar de calmarla. Y me contó algo gravísimo. Una vez pilló a la Feña cambiándole las pastillas para el colesterol al Mario. La enfrentó, pero la Feña lo negó todo. Hasta que logró que confesara. Descubrió que el guatón se estaba comiendo a una amiga de ustedes del colegio. Entró en una crisis profunda y se volvió loca. De verdad que se fue a la mierda-.
-¿La Carla te contó eso? No, no es verdad, me estás hueviando, es imposible. Esto no es gracioso, por favor, ¡para!-.
-Perdona, pero fue lo que me dijo-.
-¿Y por qué te iba a contar eso a ti?-.
-¿Y cómo chucha voy a saberlo? De verdad que estaba hecha mierda, supongo que necesitaba contarle a alguien para desahogarse y yo estaba ahí-.
-¿Y qué mina se supone que se come el Mario?-.
-No sé, una tal Raquel o Maribel, algo así. Una que ustedes pensaban que le gustaba al Mario-.
-¡La Mabel Quiroga!-.
-Eso, Mabel-.
-No te creo, ¡me estás mintiéndo!-.
Sofía volvió a llenar la copa de vino, esta vez hasta el límite del cristal. Se puso de pie y caminó en círculos por el jardín, mientras Manuel resistía algo que asomaba por su boca, quizás necesitaba llorar. Trataba de pararse, pero no lo hizo, quizás quería abrazarla. Sofía se atrapó en sus pensamientos y el jardín desapareció. Había una amargura en ella que no quería dejar salir, tenía miedo a enfrentarla. Era un parásito que siempre estuvo, que casi nunca se dejaba ver, pero cuando lo hacía, se alimentaba de migajas. Saciado, desaparecía por un buen tiempo. Siguió dándo vueltas por el patio, resistiéndose, pero tuvo que abrir la alambrada. Siempre notó algo extraño y oscuro en Fernanda, una intuición que a veces la hacía dudar. No había mejor amiga que ella, nadie la entendía como ella, pero Sofía detectaba en ciertas situaciones un atisbo de desequilibrio, una sensación de algo oculto, como si de la nada cada ojo de Fernanda se volviera estrábico. Pero se obligaba a olvidarlo, “son idioteces tuyas”, se decía. No, no podía creer lo que le decía Manuel. La Feña siempre estuvo a su lado, cuando perdió su primer embarazo, cuando entró en depresión por haberse equivocado de profesión, cuando su gusto por el trago se acercó a límites peligrosos. Ella la había ayudado más que nadie, incluso Manuel. Y adoraba al guatón. No, es imposible.
La mano de Manuel en su hombro la trajo de vuelta. Ya era de noche, le costó reconocer el lugar, se había alejado de la terraza y estaba en una esquina del jardín, lejos de las luces y con la copa vacía.
-Lamento habertelo dicho, pero tenía que hacerlo-, le dijo Manuel.
-No lo creo. Aún no te creo, esto no es verdad-.
-Tienes razón, no es verdad. Pero el budín de acelgas se está quemando-.
Sofía caminó hacia la entrada al living y corrió la cortina que le tapaba la vista. La sala estaba llena del humo que salía de la cocina. Miró su reloj, había pasado casi una hora.
-No te preocupes, Sofi, voy a pedir esas pizzas y pongo la mesa-.