Tercera furca: El procedimiento

“Todo está listo, solo falta cerrar el tema del primer pago”, dijo el médico. Frente a él, José Manuel se pasaba el dedo por dentro del cuello de la camisa y estiraba la espalda como si se estuviera ahogando, esperando que el piso se abriera en cualquier momento para caer colgado. Su párroco y el presidente del partido serían quienes accionaran la palanca. Después de varios segundos de silencio, se soltó la corbata y desabrochó el primer botón de la camisa. La luz de la consulta era fría, le costaba no pestañear para fijar la vista en el médico y darle a entender que lo escuchaba.

“Por la confidencialidad no se procupe, dentro de la dirección hay quienes están de acuerdo y apoyan el procedimiento. Nosotros nos haremos cargo de todo. Cerrando el tema del primer pago, definimos una fecha”. En ese momento, José Manuel recordó cómo en sus círculos cercanos lo miraban con una especie de adoración cuando intervenía, cuando exponía las mismas ideas que entrega a las juventudes que se inician en política. Un gran orador, un gran formador le dijeron que era, hasta para dar charlas en grupos de catequesis. Ahora perderá prestigio, caerá de posición, esas miradas se volverán crueles, sus pupilos abandorarán las filas del partido.

Tomó del suelo un maletín de cuero, sacó de él una chequera y la puso sobre el escritorio. Solo la miró, esperando que alguien se la abriera y le colocara un lápiz en la mano. Se odió por no haber podido controlarla. De nada sirvieron las reglas, los castigos, los retos, la disciplina que bien aprendió de su padre y abuelo. Cuántas veces lo habrá hecho antes y dónde, pensó. Y con cuántos. El médico lo miraba benevolente, con la bata blanca puesta y las manos sobre las piernas cruzadas. Tenía paciencia, por su experiencia sabía que estas situaciones requieren tiempo.

Se odió por segunda vez ese día. Bastó que cediera ante su mujer, que intercedió por ella para permitirle un fin de semana en la playa con sus amigos. Por qué tuve que escuchar a mi mujer, siempre ha sido débil, su familia completa es débil. No sé cómo se me ocurrió que podría cambiarla, que podría hacer que dejara de ver el mundo con esos valores de mierda. Siempre la defiende para que haga lo que quiera, para que escuche esa música de delincuentes, seguir estupideces en la redes, para juntarse con esos pendejos picantes que vienen del centro. Me rompo la espalda para que no les falte nada y me hacen esto.

“Todos están a bordo, los auxiliares, el anestesista y tendremos una matrona. La ingresaremos con diagnóstico de sinequia uterina”, continuó el médico. “Debe entender, doctor, tiene 17 años, se va a cagar la vida. Con mi mujer estamos destruidos, tenemos que hacer algo”. José Manuel no paraba de rascarse una de las entradas que hace poco se dejaron ver sobre su frente. Intentó abrir la chequera, pero se detuvo. Sé que no soy tan buena como tú, papá, escuchó en su mente. La frase sonó como si se la estuviera diciendo en ese momento al oído.

“No es necesario que me dé explicaciones, yo estoy para ayudar”. El médico seguía mirándolo con paciencia y benevolencia. “¿Se da cuenta de lo que esto podría hacerle a nuestra familia? Jamás hemos tenido una sola mancha”. No lo eres. “Le repito, estoy para ayudar”. “¿Existe riesgo debido a la semana en que está?”, preguntó José Manuel. No quiero serlo. “Todo se puede hacer, es un procedimiento muy seguro”. Después, le volvió a decir que solo faltaba cerrar el tema del pago. José Manuel metió la mano en el maletín y sacó una lapicera negra con dos anillos dorados en cada extremo. Lo serás. Abrió la chequera, escribió la cifra, la fecha y, en páguese a la orden de, el nombre que le mostró el médico en un papel. Luego puso la punta de la lapicera en la línea donde debía dejar su firma y se quedó ahí, tieso y sufriendo como una estatua de iglesia.

             

 

 

 

             

 

           

 

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