Mutaciones

Abrió de a poco los ojos, encendió la lámpara y se quedó pestañeando un buen rato mirando el techo. Aspiró fuerte para sentir el olor a cloro, eso siempre la ayudaba a levantarse con mejor ánimo, más positiva. Cuando su vista se acostumbró a la luz, estiró la mano y tomó la botellita de plástico con alcohol gel que estaba sobre el velador. Primero se echó en sus manos pálidas, luego subió las mangas del camisón de dormir y repitió con fuerza a lo largo de los brazos, igual de pálidos. Del primer cajón sacó un par de guantes quirúrgicos y se los puso. Hizo a un lado el cubrecama, las sábanas y se sentó en la orilla de la cama a mirar la habitación. Era rectangular, espaciosa y pintada de blanco, incluso el piso. Todo lo que en ella había también era blanco: los muebles, lámparas, adornos, los cuadernos y lápices, el computador, las cortinas. Estar ahí era como padecer la ceguera de Saramago, así se sintió los primeros días después de redecorar la habitación, pero no le tomó mucho tiempo habituarse y sentirse a salvo.

Sus pantuflas, que por supuesto eran blancas, estaban simétricamente alineadas en el suelo. Se las puso. Estiró el cuerpo hacia el cielo para terminar de despertar, aún no estaba del todo consciente. Caminó hacia la ventana del fondo y abrió las cortinas para que entrara la luz del invierno. Volvió y del sector derecho del closet que estaba en la pared junto a la cama, sacó la ropa que usaría ese día: sostenes, calzones, calcetines, chaleco, polera de manga larga y pantalones. El atuendo completo era blanco.

Pronto debía conectarse a su trabajo, por lo que entró al baño para ducharse. Todo lo que había en él también era blanco. Entre el water y el lavamanos, contenidos en envases de plástico que ella compró para ese propósito, estaban el cloro, el Lysoform Active Power Doble Acción, las toallitas multiuso desinfectantes Virutex Easy Clean y la escobilla para que el interior del retrete estuviera siempre libre de manchas. Se sacó el camisón y los calzones y los metió en una bolsa blanca. La anudó y luego la dejó dentro del tarro de la ropa sucia. La palidez de las manos y los brazos se extendía hasta el último rincón de su cuerpo. Se sacó los guantes quirúrgicos, los metió en una bolsa más pequeña y de ahí al basurero. Corrió la cortina de la ducha y se bañó. Eran como leche el champú, el acondicionador y el jabón líquido, tampoco estaban en sus envases originales.

La ducha duró 10 minutos. Salió y se secó, metió las toallas en otra bolsa y también la arrojó al tarro de la ropa sucia. Sacó alcohol gel de un dispensador junto al espejo y se lo esparció por todo el cuerpo. El cuello, el estómago y las nalgas le quedaron ardiendo por el sobajeo intenso con el líquido. Eso le indicó que no fue suficiente alcohol, sacó más y repitió en esas áreas. Después tomó el cepillo de dientes y le puso pasta extra whitening. Se lavó la dentadura. Luego, entre cada diente, una pasada de hilo dental. Abrió el espejo y del mueble sacó guantes quirúrgicos y se los puso. Abandonó el baño y se vistió. Más tarde, cuando su madre saliera a hacer las compras, se pondría el traje anticontaminación, la mascarilla y las antiparras para ir a la logia a lavar ropa.

Ya era hora de conectarse, pero antes miró unos minutos el cuadro con la portada del disco homónimo de los Beatles. Nunca había visto una carátula más hermosa, junto al olor a cloro era lo que más le subía el ánimo en las mañanas. Caminó hacia el escritorio a los pies de la ventana del fondo y con una botella de spray roció amonio cuaternario por la superficie y sobre todo lo que había en ella. Encendió el Mac y apareció el fondo de pantalla, una imagen aérea de la cordillera de Los Andes cubierta de nieve. Con el mouse abrió el correo y tomó un lápiz para anotar en su cuaderno de Gasparín, su personaje favorito de infancia, algunas cosas que tenía que decir ese día en una reunión. Miró hacia la derecha y tuvo miedo. La foto de su hermana sobre el mueble pegado a la pared estaba caída. La levantó y corrió al closet. Abrió las puertas del sector izquierdo y sacó el traje anticontaminación. Se desvistió y se lo puso. Ajustó bien el gorro sobre la cabeza. De la cajonera en la parte derecha del closet sacó una mascarilla y las antiparras con elástico blanco. Se las puso bien ajustadas.

Fue hasta la puerta y la abrió con dificultad, porque los bordes estaban revestidos con gomas blancas. Salió a un pasillo de paredes beige y manchas. Enfurecida, le preguntó gritando a su madre si entró a la habitación durante la noche. Al fondo del pasillo apareció la mujer con un vestido azul floreado y delantal de cocina rojo con restos de comida. En la mano, una botella de vidrio. Respondió que sí, que entró de madrugada. ¿Por qué? La madre dudó un instante, pero su hija ya sabía que no recordaba la razón, ni siquiera puso atención a la excusa que le dio después. Si en ese momento se hubiera sacado la mascarilla, habría olido fritura, sudor y pisco en la piel de su madre. No necesitaba sentir esos aromas otra vez, dejó de importarle hace tiempo, así como a su madre dejó de importarle hace incluso más tiempo lo que su hija hacía. También le preguntó si caminó por la habitación. Dijo que sí. A la mujer le pareció ver en el plástico de las antiparras que su hija abría los ojos como un búho en pánico. Ella gritó algo que su madre no alcanzó a entender y volvió corriendo a la habitación.

Cerró la puerta empujando con el hombro y volvió al closet. Debía actuar rápido, quizás no tenía mucho tiempo, pero se había preparado para este tipo de contingencia. Sacó la fumigadora de mochila eléctrica y se la puso, dejó a un lado la mascarilla y las antiparras y se colocó la máscara antigases y unos lentes modificados por ella para que tuvieran aumento y luces led en los costados. Revisó el cierre y los velcros del traje y, alzando el brazo hacia atrás, tomó el tubo de aspersión de la fumigadora, que contenía en su estanque una preparación mezcla de alcohol gel, amónio cuaternario, cloro y jabón humectante. Todo el equipo de defensa era blanco.

Con el tubo de aspersión firme en sus manos caminaba lentamente de espaldas, se daba vuelta, miraba cada vértice del techo. No odiaba a su madre, no era su culpa, nadie toma en serio las cosas, vivir o morir ya no tiene importancia, pensó, justo como sucedió con su hermana. Puso la mente en blanco y volvió al estado de alerta. Sabría reconocer la mutación, estaba segura. Divisó un punto negro minúsculo en la pared sobre la cama, se acercó y lo vio moverse. Dio aumento a los lentes golpeando con el índice el cristal izquierdo y encendió las luces led. Ahí estaba, pero necesitaba ver más detalles. Golpeó de nuevo el cristal de los lentes. Parecía una ameba, tal como se la había imaginado, café como el excremento, con tres colmillos enormes en cada costado que formaban una boca vertical y, al centro y más adentro, la boca horizontal que parecía mascar algo entre secreciones. Ella retrocedió unos pasos y el virus lo advirtió. Se lanzó hacia ella y recibió la primera descarga de líquido. Se desintegró, pero siempre que hay uno, hay otro. Siguió buscando y lo descubrió sobre una cortina. Lo liquidó sin esperar a que la viera. No debería haber más, pero no estaba segura de cuánto tiempo dejó su madre la puerta abierta, por lo que siguió en alerta y de cacería.

Y tuvo razón. En la pared del baño vio dos más, estaban mascando juntos una especie de materia. La vieron y atacaron, ella apretó el gatillo y desaparecieron. Pero al instante otros dos salieron desde el interior del tarro de ropa sucia, murieron. Parecían estar concertados, eso era imposible. Escuchó un ruido al fondo de la habitación y por detrás del escritorio aparecieron varios, eran 10, 20, no lo sabía, roció su preparación haciendo círculos con los brazos y los desintegró. Tenía el cuerpo sudado, jadeaba. Desde la izquierda, más, disparó, ahora bajaban desde el techo, no dejó de apretar el gatillo de la fumigadora. Nunca se había visto que tantos cargaran al mismo tiempo, con tal velocidad, con tal ferocidad. Si así lo hicieran siempre, la humanidad estaría perdida. Continuaban con la ofensiva, ella no dejó de disparar hacia todas las direcciones.

Hubo una tregua de varios minutos. Trató de respirar con normalidad, era difícil hacerlo con la máscara. El mueble donde estaba la foto de su hermana vibró como al inicio de un terremoto. Desde la parte de atrás apareció un cardúmen que quedó unos segundos suspendido en el aire, como burlándose, con los movimientos de una serpiente encantada que espera la orden del encantador. Las mutaciones se apretaban tanto unas contra otras que casi eran una sola masa. Ella apenas se dio cuenta cuando el cardumen se le vino encima como una llama de fuego negro, el mueble cayó al piso. Las mutaciones la envolvieron, no pararon de girar mientras ella rociaba furiosa el líquido, varias cayeron, pero la masa aumentaba. De pronto, el ejército dejó la órbita y juntó filas frente a ella generando una membrana en permanente vibración. Ella apuntaba el rociador con el dedo presto en el gatillo. Ya no era necesario tanto aumento en sus lentes, golpeó con el índice el cristal derecho. Le pareció extraño ese comportamiento colectivo. Sintió un leve cosquilleo en el muslo derecho. No le dio importancia, pero aumentó, burbujas crecían y se apoderaban de la pierna y luego de la otra. Los pulmones sufrieron una picazón que en pocos segundos fue ardor, de las narices salió un flujo imparable de secreciones. Miró hacia el lugar donde apareció el primer síntoma, revisó el traje en el área del muslo. Había un pequeño tajo en el material. Soltó el rociador y cayó de rodillas frente a la membrana que no atacaba, seguía vibrando.

El burbujeo era insoportable, las piernas en cualquier momento estallarían, el ardor de los pulmones se convirtió en fuego y la nariz era una cascada de mocos que entraba en su boca. Una puntada le retorció el estómago como desgarro de músculos y casi suelta la diarrea. Tensó los glúteos para retenerla. Estaba preparada también para esta contingencia. Se arrastró hacia el velador y abrió el tercer cajón, arrojó el contenido al suelo y tomó la cápsula de cianuro. Se sacó los lentes, la máscara antigas, el gorro del traje anticontaminación y se tragó la cápsula. De sus ojos caían lágrimas de sangre. Soltó las nalgas y una sopa espesa y caliente descendió entre sus piernas. La membrana la envolvió y ella aspiró con fuerza hasta casi reventarse el pecho. No tardó en ver un espacio blanco y una luz blanca que la enceguecía.

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