Para el detective era imposible dejar de mirarse las manos ensangrentadas. Una roca de hielo lo mantenía paralizado y con los ojos como dos esferas sin vida clavadas en esas garras horrendas. En el líquido rojo. Todo se le hacía sucio, no podía recordar la última vez que vio el sol. Sobre el velador, una lámpara de haces de mármol iluminaba un pedazo de la habitación y, en la cama, tapándose la boca con la sábana, su mujer lo miraba desfigurada, entendiendo absolutamente nada de lo que aquella noche le había preparado como cierre de su día. La irrealidad se apoderó de los dos como si no fueran ellos mismos, estaban fuera de sus cuerpos como extras en una película noir de nulo presupuesto presenciando la escena en que se desataba el drama de un matrimonio. Pasaban los minutos y ninguno se movía. De pronto, como impulsado por una sensación extraña, él avanzó y pudo entrar al baño tras tambalearse y golpearse como borracho contra la pared. Cuando encendió la luz, el espejo le devolvió un rostro familiar, pero que sin embargo jamás había visto. Algo estaba modificado. Abrió la llave del lavatorio e intentó deshacerse de la sangre, pero no pudo, el hielo volvió a paralizarlo y le fue imposible poner las manos bajo el agua. Parecía que en realidad quería quedarse con la sangre, pensó que era lo que estaba buscando y esa revelación lo espantó.
Por el espejo vio cómo su mujer apareció a sus espaldas con el color de un ánima e intentó decir algo para tranquilizarla. Cuando la conoció en ese viaje que no podía recordar hacia qué lugar fue, prometió por todo lo que tenía y creía que la protegería, que sería la mujer más feliz a su lado. Pero falló al llevarle esa noche la tragedia y ese pensamiento fue otra espada helada que le atravesó el estómago. Y entonces se entregó. El hielo pasó a ser un leve calor y volvió a tener control sobre sí mismo. Dio media vuelta y caminó para salir del baño, en tanto a su mujer se le rompía lo poco que le quedaba dentro mientras caía al suelo. Ella levantó la mano para tocarlo, pero el detective se hizo a un lado como si el más leve roce pudiera quemarle la piel. Salió de la habitación y bajó por las escaleras. Entró en la cocina y tomando el descorchador abrió una botella de vino para luego sentarse en una pequeña mesa a beber directo de la botella. No había nada que hacer más que aceptarlo y el vino, al bajar por su garganta, lo tranquilizó. No estaba seguro si agradecer que al fin pudo conocerse, más bien prefería quedarse en la ignorancia y morir como un desconocido para sí mismo. Pero la decisión de actuar ya la había tomado, consciente o por impulso ciego, y las consecuencias pronto llegarían. Y las aceptaría. ¡Por la mierda, si todos vieran como yo, esto no habría pasado!, se dijo. Cerró los ojos y bebió otro sorbo de vino. Su descenso hacia el infierno había comenzado hace unos nueve meses, cuando todo el mundo pareció enloquecer menos él, y el último tramo lo recorrió desde esa mañana hasta la cocina donde ahora estaba bebiendo vino con las manos ensangrentadas, mientras su mujer permanecía sentada en el suelo del baño.
Durante casi toda esa mañana se dedicó a mirar, sentado en su escritorio, un cielo que parecía pavimento. Le costaba distinguir el contorno de las cosas. Apenas despegó la cabeza de la almohada supo que sería un mal día. Mientras terminaba de rascarse la cabeza por enésima vez, la puerta de su oficina se abrió. Llevaba varias horas rascándose y, hastiado, con el brazo hizo a un lado los ladrillos de informes que desde temprano le habían sobrecalentado la mente. Pero no eran los documentos enmarañados y los párrafos como castigos lo que más le molestaba, sino lo inconcebible de la situación actual del mundo y la extraña obsesión que al parecer solo él tenía. Miró hacia la puerta y vio parado a su asistente con el habitual rostro exhausto y decenas de carpetas afirmadas al pecho. A este vagoneta en mi puta vida lo he visto con un papel en la mano, pensó. “Nada, jefe”, le dijo sin saludarlo, dándole el resultado de la misión que el día anterior le había encomendado. “¿Seguro? ¿Te quedaste revisando hasta que terminaste con todo?”. “Sí jefe, me quedé hasta varias horas después de mi horario de salida”. “En mi puta vida te he visto quedarte hasta tu horario de salida”, le respondió. “No se enoje, jefe. Revisé todo lo que pude conseguir, a discreción. En la unidad de control de estupefacientes no saben nada desde hace meses, dicen que nueve, ni de internaciones, mexicanas, ni balaceras entre narcos, menos asesinatos. Dicen que es como si se hubieran aburrido de ganar plata. En la brigada de delitos económicos no tienen idea de estafas, no hay una sola denuncia. Y consulté en las comisarías de las comunas más violentas de la ciudad y lo mismo, no hay registros de asaltos, violaciones u homicidios, ni siquiera peleas de borrachos”.
El detective se echó hacia atrás en su asiento y cuando se dio cuenta de que se llevaba la mano a la cabeza una vez más, detuvo el impulso. El reflejo era inútil, sus uñas no lo ayudarían a pensar mejor. “¿Qué puede ser, jefe?”, preguntó su asistente. “Ni puta idea, en la academia no nos enseñaron a analizar escenarios sin pega”. “¿Qué hago?”. La idea de ver trabajar al vagoneta alguna vez en su vida le hacía gracia, pero estaba harto de todo y no sabía que otra tarea darle. Ese joven oficial había nacido cansado y predestinado a un trabajo de escritorio, con poco sobresalto y escaso futuro, pero por alguna razón eligió la unidad operativa y durante los periodos de mayor violencia en la capital, su aporte era nimio. No era cobarde, sino que se agotaba pronto. El detective lo despachó sin más misión que desaparecer de su vista y estar atento a cualquier noticia, aunque sabía que ninguna llegaría.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Nueve meses como dijeron en la unidad de control de estupefacientes? No lo recordaba. Bajó del edificio a la calle para despejar la mente en ese día oscuro de nubes sucias y frío con filo. Intentó una vez más encontrar la respuesta en la conversación con el taxista, con el vendedor de diarios, con la vieja que le guardaba las mejores sopaipillas, y nada. Todos estaban asumidos, parecía que nadie le tomaba el real peso a lo que estaba sucediendo, solo él. Y eso lo enfurecía. En los diarios lo mismo. Al principio, algunos periódicos publicaron que en México dejaron de aparecer fosas en rincones desolados con centenares de cadáveres baleados o cuerpos colgados en puentes; no se tenía noticias de aldeas africanas arrasadas por las guerrillas que trafican piedras preciosas, aquellas que dejan mujeres violadas en masa y niños raptados para convertirlos en nuevos soldados; ya no había desapariciones ni torturas en las dictaduras más sórdidas del planeta, de genocidios nada y las manifestaciones sociales dejaron de tener sentido en ausencia de injusticias y ambientes represivos. Sin estas noticias, los diarios están publicando más mierda que nunca, pensó. Era imposible, el mal no puede desaparecer así como así. El detective botó al suelo el cigarro que recién había encendido y trató de pisarlo, pero falló y aplastó un chicle justo al lado del filtro.
Ni las más selectas mentes globales podían explicar lo que pasaba, ni filósofos, sociólogos o místicos. Menos los políticos. Es más, habían dejado de intentarlo. Ni los charlatanes más avezados pudieron concebir alguna teoría que convenciera a los más crédulos. La gente miró en primera instancia a la religión, pero curiosamente el argumento del triunfo de dios sobre el demonio no convenció ni al peor mojigato. ¿Cómo puede existir dios sin el diablo? Lo que estaba sucediendo era el deseo de la humanidad entera desde que el hombre descubrió que podía quitarle la vida a otro hombre y, sin embargo, nadie parecía sorprendido o habían dejado de estarlo. Al comienzo, los rostros de incredulidad se regaron por todos los rincones y la incapacidad de encontrar respuestas abatió a muchos. Pero con el tiempo, todos lo aceptaron y la vida siguió de manera regular, como si nada. Quizás esa pasividad ante algo que siempre se consideró como un imposible era lo que realmente molestaba al detective. Ni siquiera podía recordar cuál fue su última diligencia. ¿Violencia intrafamiliar? ¿Pedofilia? ¿Asesinato?
Sin darse cuenta, se encontró una vez más mirándose en el espejo detrás de las botellas de la barra de su bar favorito, saboreando las frías cervezas que casi todos los días veía en manos de los comensales cuando pasaba por esa esquina cerca de las cuatro de la tarde. Eran las cuatro de la tarde y, esa vez, decidió beber a esa hora. El viejo dueño del local apareció de la nada como siempre, con su sonrisa de abuelo de dientes amarillos y chuecos, rascándose el estómago bajo la camisa y con un paño sucio en la mano. “Detective, a estas horas por acá. Qué feo, es muy temprano para un oficial de la ley. Veo que el profesionalismo se le fue a la mierda”, dijo mientras hacía una bolita entre el índice y el pulgar con algo que se había sacado del ombligo. “Hace rato que no tengo nada que hacer, así no se puede ser profesional”, respondió el policía. “Alégrese, estimado, siempre es mejor que esté usted sin pega y no yo”. “No es mejor. Lo que usted vende me ha dado mucha pega”. “No se ponga hue’on, detective, hace meses que no vendo nada de lo que está insinuando. Ahora solo viene gente a celebrar o matar el estrés, ya no somos un agujero de mierda. Si alguien deja la cagá después, será porque compraron una mierda en un tugurio de peor categoría”. El detective miró hacia ambos lados y no se pudo imaginar nada de peor categoría, aunque había visto agujeros realmente pestilentes. La mezcla entre el olor a meado fresco y frituras del bar no era precisamente una invitación a matar el estrés. “Como sea, viejo. Dame otro shop y que no esté aguado”.
El shop estaba aguado. Lo bebió de todas formas y se dio vuelta para verles la cara a los comensales. Estaban los mismos de siempre, viejos perdedores de los cuales sabía mucho y que solían emborracharse ahí casi todos los días. Las marcas del alcohol eran evidentes en sus rostros, muchos de ellos daban la impresión de ser indigentes, ancianos abandonados o delincuentes. No sabía por qué ese era su bar favorito. Quizás porque el viejo era su informante, en ese antro habían sucedido muchas cosas y varias veces encontró pistas para llegar a sujetos que estaba buscando. Por los favores, en casos específicos, el detective miraba para el lado y dejaba que el viejo hiciera algunas cosas fuera de la ley. Pero de eso, ya había pasado casi un año. Nada útil había obtenido en el último tiempo en ese bar. Ni siquiera una buena cerveza.
Se sentó sin invitación en la mesa donde cinco viejos conocidos estaban conversando. El detective notó que sus rostros no eran los mismos, sus miradas eran diferentes, como si se hubieran limpiado algo. ¿O estarán actuando?, pensó. “¿Qué pasa, detective? ¿Cómo le ha ido?”, le preguntó uno de ellos. “Nosotros estamos comentando lo buena que está la vida, ¿no le parece?”. “La verdad, no”, respondió el policía. “Vamos oficial, está todo mejor que antes. Debería estar contento de que ya no hayan crímenes”. “¿Y eso no les parece raro?”. Los viejos se miraron. “¿Raro? Es bueno, cómo nos vamos a quejar”, dijo otro de los ancianos. “Todos sabemos que la violencia es parte de nosotros, es cosa de saber lo mínimo de la humanidad. La naturaleza del ser humano no puede cambiar tan radicalmente de un minuto a otro, algo anda mal en todo esto”. El detective intentaba ser lo más sincero posible a ver si con estos viejos de pasado oscuro podía obtener algo. “Quizás estábamos equivocados”, le replicó el mismo viejo. “Quizás por naturaleza somos seres bondadosos y la maldad y la violencia puede que sean drogas adictivas que nos atrapan bajo ciertas condiciones, y ahora nos estamos rehabilitando. Se podría pensar que como humanidad ahora tenemos el carácter para no caer en ese vicio. Recuerde que cosas como la coca o el LSD, incluso el mismo trago, sirven en muchos casos para tapar carencias emocionales o dolores”. El detective no recordaba tanta elocuencia en un lugar como ese y de un personaje tan decadente. “¿Me está agarrando para el hueveo? Todos ustedes tienen las manos sucias, lo sé perfectamente, ¿y ahora me van a decir que son drogadictos rehabilitados?”. “No queremos hacernos los inocentes, no es lo que quiero decir. Reconozco que en el pasado hice cosas de las cuales me arrepiento, pero hace mucho tiempo no estamos metidos en nada, ninguno de nosotros. Veo que esto no le gusta. Le aconsejo que lo disfrute”. “¿Se da cuenta de lo infantil de sus argumentos? ¿Cómo pueden analizar todo esto de una manera tan superficial? Veo que se pusieron de acuerdo para agarrárme pal hueveo”. “No le busque la quinta pata al gato, oficial. Usted como hombre de la ley debería estar contento”. El detective terminó de un sorbo su shop aguado y golpeó con el vaso la mesa. “Váyanse a la chucha. Están equivocados, esto en algún momento va a explotar y va a quedar la cagá”.
Apenas puso un pie fuera del bar, la ciudad se le vino encima. Los edificios se curvaron y los vio amenazantes sobre su cabeza, tapando el cielo. Estaba mareado y decidió caminar. Eso siempre lo ayudaba. Con un cigarro encendido veía pasar gente y no podía evitar pensar que sus rostros no eran más que caretas, todos confabulados para hacerle una gran broma, alguien lo había elegido para ser el blanco de esa gran simulación. Se detuvo y respiró profundo para tranquilizarse, fumó una vez más y le ardieron los pulmones. Retomó el paso y unos metros más allá escuchó voces en un callejón. Esta es mi oportunidad, pensó, y entró rápido en el túnel divisando tres siluetas alumbradas por una luz púrpura que parecían estar hablando por lo bajo. Se acercó y tan pronto lo vieron, las tres sombras guardaron silencio, como si la conversación se tratara de algo prohibido. Sacó su identificación y casi les golpea la cara con ella. “Pónganse contra la pared, esto es un control”. “¿Por qué, señor? Solo estamos conversando, no estamos haciendo nada malo”. El detective tomó de la chaqueta a la silueta que estaba más cerca y la arrojó contra la pared. A la sombra no le quedó más que levantar los brazos y poner las palmas sobre los ladrillos húmedos. Asustadas, las otras dos hicieron lo mismo, poniéndose en posición para ser revisadas. El detective las manoseó una por una y no encontró más que monedas, billeteras sin dinero y paquetes arrugados de cigarros. Tomó a la sombra del medio y violentamente la dio vuelta para verle la cara, no tenía más de 18 años. “¿No saben que la puerta bajo esta luz es la entrada a una casa de putas donde usan menores de edad para sacarles plata a estúpidos como ustedes?”. “Ya no es así”, le respondió. “Eso fue hace mucho tiempo, ahora es solo un restorán. Yo soy mayor de edad, solo salimos a fumar”. “¿Mayor de edad?”, preguntó el detective. “La cara de hue’on bueno pa’ la paja no te la saca nadie. De seguro la dueña de este hoyo te tiene una pendeja reservada y te saca la plata para tirarle unas monedas a esa pobre infeliz”. Y terminando la frase, el detective tomó a la sombra del cuello y, levantándola, la llevó frente a la entrada y la arrojó para abrir la puerta. El cuerpo cayó con un golpe sordo sobre las tablas, mientras el policía le daba una patada a la puerta que volvía a cerrarse. Entró con la mano sobre la pistola que llevaba bajo la chaqueta, solo para encontrarse con mesas llenas de personas que lo miraban con los ojos espantosamente abiertos, entre asustados e incrédulos. Vio todo tipo de personajes, viejos, jóvenes, mujeres, incluso un niño sentado con quienes parecían ser sus padres.
Una vieja pintarrajeada le cerró el paso y comenzó a darle golpes en el pecho. “¿Qué mierda está haciendo? Salga de acá de inmediato, no queremos nada de peleas”. “Sé quién eres”, le dijo el detective, “déjame en paz o te encierro en una celda de donde nadie te sacará”. “¿Y por qué me va a llevar? Aquí no estamos haciendo nada malo”. “¿Dónde tienes escondidas a las pendejas?”. “¿De qué me está hablando? Acá hace meses que no hay de esas mujeres. Esto es un restorán de reputación y lárguese, que los clientes se me están asustando”. El detective miró por todos lados y no vio nada parecido a una menor en actitud sospechosa. El único menor de edad era el niño que ahora estaban abrazando sus padres intentando que mirara hacia otro lado. El detective quiso sacar su arma para que la vieja confesara, pero se arrepintió. Le pareció demasiado. Todos estaban locos, esto era una farsa. Se dio media vuelta y en su paso a la salida, escupió en la cara a la sombra que aún estaba en el suelo sin ninguna intención de levantarse. “Le voy a poner una denuncia por abuso”, escuchó que le gritaba la vieja mientras abandonaba el callejón.
Pisó la vereda una vez más, derrotado. Ya se sentía sobrepasado y lo único que quería era refugiarse en su hogar, en los brazos de su mujer. En ese lugar sí podría encontrarle sentido a las cosas, lejos de todos, de las caretas. Solo ella lo salvaría de esta gran broma. Encendió otro cigarro y caminó. Se detuvo en una esquina y esperó un taxi. La noche ya había llegado. Solo falta que llueva, pensó. Y llovió. Junto a él dos mujeres conversaban, aparentemente también esperaban un taxi refugiadas bajo un solo paraguas. Una de ellas hablaba de un hombre. “… ahora de verdad soy feliz, es tan bueno, yo creía que no existían hombres así, pero parece… bueno, el mío es especial, sabe exactamente cómo hacerme sentir bien…”. “A la primera oportunidad te va a cagar, vas a ver”, le soltó el detective como una burla brutal, acercándole tanto la cara que la mujer tuvo que soportar su aliento a cigarro mezclado con cerveza, macerado a lo largo de todo un día sin lavarse los dientes. Ambas lo miraron e intentaron decir algo. “Cuando lo haga, acuérdate de mi cara, estúpida”. Una de ellas tomó a la otra del brazo y la hizo retroceder, justo cuando aparecía un taxi. Se detuvo y las mujeres intentaron abordarlo, pero el policía de un empujón casi las tira al suelo, abrió la puerta y le dio al taxista la orden de partir de inmediato. El chofer alcanzó a ver el empujón, pero temeroso agachó la cabeza y aceleró, sintiendo algo de vergüenza por no intervenir para que aquel hombre se bajara y se disculpara con las agredidas. También pensó que, tiempo atrás, habría sacado el fierro que solía llevar bajo su asiento y, como mínimo, amenazaría con partirle el cráneo.
El altercado duró lo suficiente como para que al detective se le mojaran completamente los calcetines. El olor al interior del taxi lo asfixió, pero tuvo el suficiente oxígeno para indicarle al chofer su destino. Camino a casa se dedicó a mirar las gotas que caían sobre la ventana y a dibujar con el dedo extraños patrones sobre el cristal empañado. Por solo un segundo pudo olvidarse de todo, marginarse del mundo. En su estado, ese segundo fue una eternidad, pero regresó. ¿Y si estoy equivocado? ¿Y si todo el mundo está en lo correcto y yo soy el único imbécil? ¿Puede estar equivocada solo una persona? ¿Ningún otro humano puede ser inducido al mismo error? Comenzó a rascarse la cabeza una vez más, pensó en llamar al vagoneta, pero sabía que no le iba a dar ninguna noticia. Nunca lo había hecho, solo ocupaba espacio.
Se despertó del sopor con la voz del taxista. “Llegamos amigo, son seis lucas”. “No soy tu amigo, soy tira”. “Entonces debe estar terrible de aburrido”, le devolvió el chofer. “¿Y te hace gracia?”. “No, pero tranquilo, disfrútelo. Igual es bueno que a uno le paguen por hacer nada”. El detective le tiró las seis lucas a la cara y se bajó rápido del auto. Cuando el taxi partió, le salpicó más agua en los zapatos. No podía mover el cuello, lo tenía tenso. Giró el cuerpo con el movimiento de un androide, miró hacia la derecha, vio su casa, los brazos de su mujer. A la izquierda, la plaza. Bajo la luz del único poste que funcionaba, tres nuevas siluetas recortadas sobre las gotas que brillaban.
Cruzó la calle y fue directo hacia la banca donde estaban dos de ellas sentadas y una de pie. Reían a carcajadas, cuerpos delgados y huesudos, el perfil del drogadicto, el perfil de alguien que nada bueno puede estar haciendo. Se acercó y lo miraron, bajaron las voces. Por un instante nadie dijo nada, el detective miraba con odio y las tres sombras lo tomaron por un loco. “¿Qué están haciendo?”, gritó. Descolocada, una de ellas solo pudo responder “nada hermano, tranquilo”. Eso fue como una patada en el culo para el detective. “¿Cómo que nada? ¿Escondidos en una plaza oscura bajo la lluvia y no están haciendo nada?”. “No estamos escondidos”, respondió otra de las sombras, “compadrito, tranquilo”. “No soy tucompadrito”. El detective sacó su identificación y con ella le golpeó la cara a una de las siluetas. Cayó a un charco. Las otras dos lo miraron espantadas. Una de ellas trató de levantar a la sombra caída, pero el policía metió su mano bajo la chaqueta y sacó el arma. La sombra retrocedió pálida. “Hermanito, no estamos haciendo nada, tranquilo”. “No soy tu hermanito, pendejo culia’o”, a lo que siguió una patada directa al estómago. Dos siluetas caídas, solo una de pie. “Estábamos conversando en buena onda, no hemos hecho nada”. “Tírate el suelo, hue’on, ahora”. La sombra obedeció y se arrojó tan rápido que casi tragó barro. El detective lo revisó y no encontró nada, los bolsillos vacíos. “Ahora mismo me van a decir en qué andan. ¿Están vendiendo drogas? ¿Esperando que pase una mujer para violarla? ¿Quieren asaltar a alguien o esperan entrar a una casa del barrio para robar?”. “Yo soy vecino tuyo, te conozco”, dijo una sombra. “¡Cállate, mierda, tú no sabes nada de mí! Ustedes están haciendo algo y si el mundo no hace nada, yo me encargo”. El detective levantó a una de las siluetas y la puso frente a sus ojos. Se miraron, él desbocado, la sombra inmóvil. Ese fue el instante en que el detective se fue a negro, pero eso no lo supo hasta unas horas después, cuando con la botella de vino en la cocina de su casa repasaba lo sucedido.
El policía le lanzó un golpe a la cara, sintió en sus nudillos cómo le quebraba el tabique de la nariz. La sombra cayó al barro. Con un salto de gato, el detective se sentó en el estómago de su víctima y de ahí en adelante fueron golpes en el rostro alternando los puños. Al principio, sentía el cráneo duro, muy duro, hasta que luego de varios minutos se convirtió en greda mojada. El detective no podía detenerse. Le gustaba la sensación, apretar entre el barro y sus puños la cara de la sombra. Las otras dos no hicieron nada, en su vida habían visto una escena tan sórdida como esa. El policía se detuvo. Los nudillos le ardieron y notó que tenía astillas de hueso enterradas en la piel.
Mientras miraba sus manos, las otras dos sombras lograron salir del miedo y corrieron. El detective quedó solo en la plaza, bajo la lluvia, consigo mismo, sin despegar sus ojos de sus manos ensangrentadas. Y llegó la lucidez y, con ella, el horror. No sabía qué había hecho, no sabía cómo lo había hecho. El hielo fue más frío que nunca. Quería arrancar, pero la desesperación no lo dejó ver hacia dónde. Mucho rato esperó hasta que pudo reaccionar. Los brazos de su mujer estaban cruzando la calle. ¿Le llevaría a ella todo esto? No tenía opción. Cruzó la calle, entró al antejardín y abrió la puerta de una patada, vio la escalera y subió para entrar en la habitación de la lámpara que emitía haces de mármol.
Tomando vino de la botella, sobre la pequeña mesa de la cocina, escuchó por primera vez desde hace meses el sonido de las balizas y vio cómo el color rojo inundaba las paredes. Se acercó a la ventana del living y corrió la cortina. Delante de los hombres que rodeaban tres autos policiales estaba el vagoneta. “Esto sí que no lo puedo creer”, dijo volteándose hacia su mujer, que permanecía sentada a la mitad de la escalera. Hace mucho tiempo que el detective no veía un operativo policial de ese tipo. ¿Serán nueve meses?, pensó.