El agujero negro supermasivo más grande conocido hasta ahora

Al segundo de haber apagado el interruptor de las pantallas holográficas levitantes, Alejandra supo que había cometido un grave error. La sensación de absorción que le generaba la oscuridad que cubría de lado a lado el grueso cristal en forma de semicircunferencia en la parte delantera de la nave, era insoportable. El color negro era profundamente consistente, absoluto, una especie de muro inmaterial que, sin embargo, se le antojaba impenetrable. Sus nociones de oscuridad le decían que siempre, aunque fuera mínimo, algún rastro de luz debería advertirse. Pero esta visión le revelaba que no, que esto era la ausencia total de cualquier cosa, ser o fenómeno. La débil iluminación que persistía en la cabina de mando no era suficiente para calmar su sensación de ahogo, por lo que inmediatamente activó el interruptor y al instante se vio nuevamente rodeada de los distintos diagnósticos gráficos y algorítmicos flotantes, que configuraban con numerosos colores luminiscentes los cuadros de análisis funcional, seguridad vital y curso de navegación. Sintió que la vida volvía a las paredes de blanco esterilizado de la cabina. Con la palma de la mano derecha, hizo a un lado las dos pantallas que quedaron frente a su rostro para continuar mirando sin interrupciones visuales la boca del agujero negro supermasivo más grande conocido hasta ahora, cuya oscuridad no varió en lo más mínimo ante sus ojos a pesar del brillo renovado de la sala.

Alejandra se sintió sobrepasada y se apoyó en el panel de control ubicado en el centro de la cabina para no caer desfallecida. Ya eran demasiados años desde que la tripulación abandonó la tierra para comenzar esa expedición y ahora se sentía realmente exhausta. Sospechaba que los años de abstinencia habían estragado su mente más que cualquier otro trauma, y el panorama que tenía frente a ella no ayudaba en nada. El agujero negro, bautizado como PRT-X1, fue descubierto en una época en que la exploración de estos fenómenos era habitual y la tecnología para hacerlo ya existía desde mucho antes de la primera misión que estudió un agujero en el espacio. Por eso, organizar esta expedición fue relativamente sencillo y solo tomó algunos meses. La hoja de vida de Alejandra, una de las mayores y connotadas físicas del mundo, era impecable, por lo que fue fácilmente nombrada comandante de la nave LRXT-77.

La científica recordó que al momento de recibir tal honor, supo que su concentración debía ser total, por lo que decidió dejar, al menos durante el viaje, las conexiones al Tótem de Intercambio Humano, algo que ya había comenzado a reducir en horas años antes de partir. No así su tripulación. En el largo pasillo central que dirigía hacia la cabina de mando se encontraban las puertas de entrada a las salas de conexión, donde el resto del equipo, entre científicos, pilotos y militares, gastaba casi en su totalidad las horas de ocio en los Tótem de Intercambio Humano, una vez hubo terminado el periodo de hibernación del trayecto. Rara vez comían en el comedor de la nave o iban al baño. Para alimentarse durante la interfase, tenían la opción de conectar un tubo desde el aparato al catéter que tenían instalado en el estómago, por donde se les suministraba el alimento sintético líquido. Para evacuar la orina y las heces, otros dos tubos, uno conectado al recto y otro al pene o a la uretra, según correspondiera, cerraban el círculo. Sobre un cómodo sillón reclinable frente al tótem rectangular de color plateado y casi inexistentes centímetros de espesor, con una pantalla en el centro y un pequeño mesón de controles, los integrantes de la tripulación disfrutaban espiando las vidas del resto de los habitantes del planeta Tierra, a través de imágenes holográficas que rodeaban sus cabezas. Cada uno tenía sus tipos de publicación favoritos y sus contactos humanos predilectos. El desarrollo de este tipo de relacionamiento social había llegado a tal punto, que el seguidor podía estar dentro del recuerdo cargado a la nube personal de su contacto seguido.

Esta situación, desde luego, dejaba a Alejandra prácticamente aislada de sus compañeros. Aún no se recuperaba de la sensación de desagrado que le dejó lo absoluto del agujero negro, por lo que se sentó en el asiento frente al panel de control e intentó relajarse. La nave se encontraba suspendida a una distancia prudente del horizonte de eventos para evitar ser absorbida irremediablemente por la terrible gravedad de la gran boca. Los algoritmos que integraban la red neuronal de la inteligencia artificial de la nave estaban programados para que la LXRT-77 no traspasara ni siquiera en un centímetro esa frontera, previniendo cualquier riesgo de desintegración. A esa distancia, era imposible ver otra cosa que no fuera la gigantesca caverna. Las estrellas y planetas cercanos solo eran visibles desde la ventana ubicada en la parte posterior del vehículo espacial, y ella sabía que no volvería a ver los bordes blancos amarillentos y enceguecedores del gran agujero hasta dentro de varios años, también desde popa y ya de retorno a la Tierra. En ese instante, tuvo la necesidad imperiosa de volver a conectarse para verlo. Recordó la última vez que lo hizo. Fue unos meses antes de embarcarse en la expedición, en una especie de ritual de cierre para iniciar el periodo de abstinencia. Su esposo había muerto hace bastante tiempo en un accidente estúpido. Él era una celebridad, fue el genio detrás de los sistemas de alimentación líquida y evacuación de los tótems, y mientras reparaba uno descompuesto en el centro espacial, una descarga eléctrica fulminante lo desintegró en cenizas.

Alejandra quiso recordar esa última conexión. No quería entrar a la nube personal desde su departamento, prefirió ir a las torres del Club de Relaciones Humanas para sentirse acompañada. Entró al ascensor de su edificio y en pocos segundos recorrió los 71 pisos hasta el subterráneo de estacionamiento número -14. Subió a su deslizador gravitatorio y salió a la calle. Era un día de cielo gris, apagado, techado por sucias nubes que parecían paños mugrientos sobre una superficie aún más mugrienta. No importaba, de todas formas, a esa hora del día los gigantescos edificios de cristal no dejarían que los rayos del sol se desparramaran por la avenida. Como siempre, las calles estaban vacías. Enfiló hacia el gran domo del Club de Relaciones Humanas sin precaución por un tráfico de deslizadores que, desde hace mucho tiempo, ya no existía. Media hora más tarde, dobló hacia la izquierda por una avenida que fluía en medio de dos farellones cristalinos y pulidos, enormes simetrías de subyugación, donde habitaba la mayor concentración de ciudadanos de la metrópolis. La vía terminaba de golpe en el imponente domo. Le tomó otros veinte minutos llegar hasta él. En la barrera de entrada ingresó su tarjeta por la ranura verificadora, esperando que su membrecía aún no hubiera expirado. Dejó su deslizador en los estacionamientos para luego caminar hacia al domo por la entrada más cercana. Traspasado el umbral, vio las cinco torres del Club de Relaciones Humanas que cobijaba esa gran cúpula.

Eran negras y circulares, con 44 pisos cada una, en los cuales estaban suspendidos al vacío los numerosos cubículos que contenían un Tótem de Intercambio Humano cada uno y que rodeaban las torres, salvo en la sección por donde ascendían los dos ascensores. Desde abajo, Alejandra podía ver miles de tenues figuras fantasmales al aire alumbradas por diversos colores. Llegó a la entrada de un elevador e ingresó una vez más su tarjeta. En la pantalla apareció la indicación de que en el piso 27 estaba disponible el cubículo 129. El ascensor subió rápidamente. El neón verde que enmarcaba la gran ventana de la vía por donde ascendía, alumbraba las paredes como si estuvieran contaminadas por musgos artificiales. Una vez en el piso 27, el ascensor fluyó por rieles hacia la derecha para dejarla en el cubículo 129. Se sentó en el sillón frente al tótem y antes de comenzar, miró a las personas a su derecha e izquierda, quienes suspendidas en el vacío, rodeadas sus cabezas con imágenes holográficas y los cables pegados a sus sienes, mostraban muecas de risa o llanto, otras de miedo o seriedad, todas viviendo las experiencias más destacadas que sus contactos compartían, envueltas en un gozo que a cada instante parecía totalmente inédito para ellas.

Las torres del Club de Relaciones Humanas no siempre existieron. Fueron un experimento exitoso de las principales potencias del mundo ante los problemas que causaban los tótems en los trabajos que aún debían ser estrictamente ejecutados de manera presencial. Las personas, al conectarse en sus casas, a través de generaciones fueron perdiendo inevitablemente la tolerancia a estar cerca de otros seres humanos. Durante mucho tiempo, la población terrestre solo se soportaba, la mayoría de las veces con esfuerzos terribles, durante los dos primeros meses del año correspondientes al periodo de vacaciones, cuando desde todos los continentes comenzaban migraciones masivas de personas que buscaban registrar la mayor cantidad posible de experiencias y discursos para compartir, seleccionados cuidadosamente con antelación para que confirmaran el perfil que querían mostrar a sus seguidores.

Este fenómeno hizo que a través de los principales centros productivos del mundo se esparcieran entre los obreros del planeta las escenas de ofuscación, desagrado, a veces de asco y otras de peleas que en algunos casos terminaron en muerte. El ambiente en todas las industrias se había vuelto inevitablemente irrespirable, generando accidentes mortales en algunas fábricas y atentando directamente contra la lógica de ganancia ascendente permanente que fundamentaban los núcleos económicos más poderosos. Como solución, se instalaron centros del club a través de todas las naciones para que cada individuo desarrollara la capacidad suficiente de estar en el mismo espacio con otros de su especie, maniobra acompañada de una muy cuidada estrategia de propaganda estatal que asegurara un equilibrio entre las conexiones domésticas y sociales. El sistema no se reducía solo al encuentro para las conexiones, sino que en el centro de las torres y a lo largo de todos los pisos, se dispusieron puestos de comida sintética y baños para quienes no deseaban utilizar los tubos de alimentación líquida y evacuación. En esas instancias, un casual y breve intercambio de palabras era suficiente para sumar a la mínima tolerancia que se esperaba la gente desarrollara frente al semejante. El éxito del experimento fue total y, de paso, generó un nuevo y lucrativo negocio, tanto tecnológico como inmobiliario y publicitario.

En esos pensamientos se encontraba Alejandra cuando la puerta de acceso a la cabina de mando se abrió con un zumbido desafinado. Despertó del sopor y miró hacia atrás, por sobre la cabecera del asiento, al programador experto, quien se encargaba principalmente de revisar y corregir los algoritmos que controlaban cada funcionalidad de la LXRT-77. Conocía a la perfección su perfil, el de toda la tripulación en realidad. Estaba el astrónomo, al que llamó el anacoreta, un ser antisocial y disminuido hasta el paroxismo, quien vivía a través de las experiencias sexuales de sus contactos y subía poco material, centrado en desaliñadas explicaciones del tiempo y el espacio. La segunda astrónoma, la narcisista, que espiaba prácticamente a nadie en las conexiones, pero gozaba con los comentarios que ganaba gracias a los registros que hacía de ella misma enfocados en su estereotipado cuerpo. Y el arribista, un militar escalador obsesionado con quienes mostraban su éxito y, que a la vez, intentaba simular, con poco criterio y gusto, experiencias del mismo tipo. Y así el resto del equipo, cada profesional con su inclinación. Pero al que más odiaba era a quien acababa de entrar en la cabina de mando. El conspiranoico, un tipo que tragaba cualquier teoría delirante sobre el poder y la dominación de masas sin la menor discriminación, famoso por ser uno de los defensores más avezados de la tesis de que las grandes potencias ocultaban información sobre los agujeros negros, que en realidad eran pasajes a dimensiones donde existían mundos similares a la Tierra, pero de abundancia y felicidad infinita, y que las élites económicas y políticas se habían asegurado solo para ellas a través de una fabulosa maquinaria de ocultamiento. Alejandra sabía que esa era la razón por la cual el conspiranoico la había acosado hasta el cansancio para integrar la exploración. Al final se rindió, esperando que esta investigación le demostrara lo estúpida que era su idea.

El trato frío entre ellos era mutuo, por lo que al ingresar a la cabina, el programador experto le dedicó un saludo insípido, luego se limitó a tomar con la mano la pantalla levitante de los algoritmos neuronales que estaba a un costado de la científica y, arrastrándola en el aire, fue a sentarse en uno de los puestos computacionales que recorrían toda la semicircunferencia de la sala. Pero ella no era tan distinta a sus compañeros de viaje. De hecho, se reconoció a sí misma que no era distinta en absoluto. Ella era la física de rostro serio, semblante en permanente reflexión, un cerebro que jamás dejaba de elucubrar sobre los misterios que oculta el universo. Pero le tomaba horas, a veces días, decidirse a cargar a su nube alguna experiencia o ponencia, siempre y cuando el material superara un exhaustivo análisis que confirmara los requisitos mínimos para que su rostro se viera bien, sin fallas molestas. Cuando se grababa a sí misma con su dispositivo de comunicación personal, cuidaba los ángulos o utilizaba distintas técnicas, como pegar la lengua a su paladar para anular su mínima papada que, por escasa que fuera, la avergonzaba.

La incomodidad que le produjo ese espasmo de sinceridad consigo misma, la llevó a volver sobre sus pensamientos, al cubículo 129 en la oscura torre bajo el gran domo. Ya lista para la que esperaba fuera su última conexión, Alejandra encendió el tótem. Una vez iluminada la pantalla, desde ambos costados del aparato rectangular aparecieron dos cables que avanzaron en el aire hacia su cabeza, reptando como serpientes mágicas y cubiertos por una serie de anillos plateados. Las bolas de silicona que tenían en el extremo se aplastaron y esparcieron en las sienes de Alejandra para iniciar la interfase. En la pantalla apareció la opción de los tubos de alimentación líquida y evacuación. La rechazó. No entraría a la nube de los contactos que normalmente seguía, sino a la suya, en busca de su grabación favorita. Para acceder a las imágenes, simplemente tenía que llegar al registro elegido con la rueda y los botones de la consola del tótem y luego activarlo con los microscópicos discos imantados que tenía instalados en las yemas de cuatro dedos de su mano derecha, iniciando así el intercambio entre el tótem y su cerebro. Estos discos cumplían tres funciones: juntando la yema del pulgar con la del índice, se activaban las imágenes holográficas alrededor de la cabeza y se experimentaba absolutamente todas las sensaciones del registro. Juntando el pulgar con el dedo medio, se descargaba hacia la nube la propia experiencia y quedaba disponible para quienes tuvieran el acceso permitido. Solo bastaba pensarla. Estas dos funciones fueron posibles gracias a un nanochip instalado en el cerebro de cada usuario. La tercera función, al juntar la yema del pulgar con la del dedo anular, iniciaba la grabación y envío de mensajes de voz cuando alguien decidía dejar algún comentario a su contacto. El meñique se había vuelto inservible, por lo que nuevas consecuencias de la evolución ya eran visibles. A través de miles de años de adaptación, se podía ver a bastantes personas sin este dedo en una o ambas manos. Para compartir experiencias en las cuales el protagonista estuviera en escena, simplemente se conectaba al tótem el dispositivo de comunicación personal y se descargaba la grabación.

Alejandra juntó las yemas del pulgar y el índice. De inmediato se vio rodeada por su vivencia favorita junto a su esposo muerto. Un viaje a una de las pocas reservas naturales que quedaban en el mundo y la que más había tenido la capacidad de regenerarse. Los periodos de casi nulo desplazamiento humano por el planeta habían permitido que los pocos ecosistemas que quedaban pudieran extender su vida por varias generaciones, sin tener su subsistencia asegurada. El Tótem de Intercambio Humano era la actividad favorita de absolutamente todos en el mundo y consumía casi por completo el tiempo libre, lo que también redujo la natalidad en todos los continentes, disminuyendo, en consecuencia, el ritmo al cual crecían las ciudades e industrias. Siglos de turismo descontrolado y explotación descabellada de recursos naturales aniquilaron miles de ecosistemas. Sin embargo, esta nueva realidad le daba a lo poco que vivía un respiro por al menos un par de milenios. Pero no todos estos ecosistemas sobrevivientes eran antiguos habitantes de la Tierra. Algunos se trajeron de regreso desde la muerte de manera artificial a través de material genético que perduró en muestras fosilizadas descubiertas en varias capas del planeta. Esta técnica de resurrección se aplicó en los territorios recuperados y devastados tras la fugaz guerra que extirpó la escoria y la filosofía abyecta de los extremistas del Estado del Santo Humanismo, un grupo de desquiciados que divulgaba axiomas heterodoxos sobre la libertad de elección frente a los Tótem de Intercambio Humano y que pregonaba fórmulas delirantes para resolver una adicción que era, según su fantasía, deshumanizadora.

La silicona en sus sienes se sintió tibia cuando las señales llegaron al nanochip en el cerebro de Alejandra y aumentaron su temperatura cuando se vio a sí misma de la mano con su esposo, bajando por una leve pendiente entre viejos árboles y una humedad intensa que le hizo percibir gotas heladas en su rostro, en lo alto de la torre con el viento de la metrópolis enfriándole la piel. Caminaban en silencio, él moviendo su cabeza y los ojos en todas direcciones para registrar absolutamente cada detalle en su chip. No podía perderse nada, su perfil era el del aventurero, amante de la naturaleza y de los paisajes exóticos, uno de los pocos arrojados que aún se internaba en esos territorios insignificantes. Ella amaba la pasión con que observaba todo, entregado por entero a quienes luego gozarían, con cables en sus sienes, de un paisaje al que solo estaban interesados en acceder vía tótem. Qué gran servicio prestaba a sus seguidores. Pero la escena que más disfrutaba recordar era mientras él hacía fila frente a la milenaria araucaria con tótems rodeando la base del tronco, donde todos los viajeros se agolpaban para compartir lo antes posible sus nuevas peripecias. A Alejandra le enternecía la ansiedad con la que esperaba de pie, nervioso, a cada instante viendo sobre el hombro de quien tenía adelante para contar cuántas personas faltaban para su turno, el rostro anegado en sudor. Siguió en el registro por unas tres horas hasta que su esposo logró sentarse en el sillón reclinable y subir a su nube todo lo que había vivido ese día. Se enterneció también al verse a sí misma, otras horas más tarde, abrazándolo al término de la conexión, mientras él cerraba el velcro de la obertura de sus pantalones por donde entraba el tubo de evacuación. Notó que caía por su mejilla una gota tibia. Supuso que era una lágrima y no la sensación de humedad del registro.

Despertó violentamente de su ensueño al escuchar un estruendo lejano y percibir una leve pero ascendente aceleración. Vio las pantallas frente a ella dándose cuenta con horror que los motores de la nave se habían encendido y que ahora avanzaban inexplicablemente hacia el PRT-X1. Rápidamente comenzó a revisar en estado de pánico las pantallas holográficas levitantes sin encontrar el menor indicio de error o falla en el sistema. Se puso de pie casi en la locura y pasaba veloces sus manos de una pantalla a otra. Nada. Se paralizó. El estado de crisis en el que entró le oscureció la mente y no pudo pensar. Respiró profundo varias veces y lo recordó. La pantalla de los algoritmos neuronales se la había llevado el conspiranoico. Volvió la cabeza para corroborar y ahí estaba, frente al programador que descansaba en el asiento reclinado, con los ojos cerrados y una sonrisa sórdida. Él había modificado el límite de avance de la nave. Gritó atemorizada y corrió levantando el brazo para tomar la pantalla, pero a centímetros de alcanzarla, la mano del hombre llegó como un relámpago a su muñeca y la aferró con una fuerza bestial. Al instante, el conspiranoico comenzó a ponerse lentamente de pie, sin soltarla, mostrándole un rostro deformado por la locura. Cuando estuvo erguido frente a ella, de un empujón la arrojó al suelo lo suficientemente fuerte como para que resbalara de espalda hasta golpearse la cabeza en la base del panel de control. Sintió un leve hilo de sangre que inició un descenso suave por su cráneo. El conspiranoico metió la mano al bolsillo y, acercándose a ella, extrajo un arma. Alejandra adivinó que se la había robado a uno de los militares. Cuando el hombre estuvo a su alcance, ella recogió sus piernas hasta el pecho y, con velocidad angustiosa, las extendió con fuerza golpeando las de su atacante, quien cayó hacia adelante dando en el piso con todo el rostro. Alejandra se levantó nerviosa, a pesar de estar casi paralizada. El programador se mantenía de boca en el suelo, con la cara en un charco de sangre. Ella se agachó y le tomó el pulso en la garganta. Aún vivía. Lo dejó y corrió hacia la pantalla de los algoritmos neuronales. Con sus dedos, buscó los códigos de navegación, volviendo la cabeza hacia la ventana a cada instante para corroborar que se dirigían inevitablemente a las fauces del agujero. El negro exterior no varió en lo más mínimo, pero los indicadores mostraban que la nave pronto traspasaría el horizonte de eventos. Dio con los algoritmos de navegación y cuando estaba a punto de corregirlos, sus dedos se detuvieron. Algo se reveló en su pensamiento. Se mantuvo inmóvil por varios minutos. Su boca y ojos se modificaron en una mueca de resignación y, lentamente, caminó hasta el sillón del panel de control. Se sentó a esperar a que la LXRT-77 fuera engullida por la terrible y gigantesca boca. Había vivido prácticamente toda su vida con la sensación de absorción de un agujero negro supermasivo y ya no le quedaban fuerzas para resistir. Después de todo, pensó, puede que el conspiranoico tenga razón.

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