Memorias

Nunca la había visto tan linda como al inicio de ese día, justo cuando las primeras luces de la mañana empezaban a colarse entre las persianas a medio cerrar, alternando delgadas líneas de sol y sombra sobre ese cuerpo dormido cubierto a medias por las sábanas. Largo y delgado, pelo negro sobre la espalda, era justo como había imaginado que era. No, no era como lo había imaginado, era como lo había soñado. Estiró su propio cuerpo intentando despertar del todo y sin hacer el más mínimo ruido, ya que hubiera sido una verdadera herejía alterar el descanso que se manifestaba en ese rostro que aún mantenía los ojos cerrados.

A esa hora de la mañana sentía bastante calor, y como aún faltaba mucho para la llegada del verano, supuso que eran los vestigios de la noche que había pasado con ella. Quizo conservar esa memoria y tras ponerse los pantalones del pijama y la polera sucia del día anterior, buscó en su ropero un polerón grueso y se lo puso. Es un buen momento para leer y tomar café, pensó. Dejó con sigilo el dormitorio y, una vez cerrada la puerta, caminó hacia la cocina con relajo y ya sin cautela por el ruido.

Le costó encontrar la cafetera italiana, ella la había utilizado la noche anterior y la dejó en el mueble donde él guarda los condimentos, no en su lugar correspondiente, al lado de la francesa y la eléctrica. Al dar con ella, sonrió. La dejó sobre el fuego con el agua y el café molido y fue hasta su pequeña biblioteca para elegir un libro. La tarde anterior, un poco antes de salir de su departamento, había terminado otro y ahora no sabía cuál empezar. Miró uno que llegó a sus manos por recomendación y aunque el resumen que le hicieron de la historia no lo sedujo en absoluto, sintió que esa era una buena jornada para comenzar un relato sin saber si lo terminaría. Lo sacó y lo dejó sobre el sillón. Volvió a la cocina y se quedó de brazos cruzados apoyado en el lavaplatos, pensando en ella. El departamento estaba en silencio, no se escuchaba ningún sonido, salvo el agua de la cafetera a punto de hervir.

Por fin el café estuvo listo, sacó un tazón negro y lo llenó casi hasta el final, sumando un chorro de leche como epílogo del que es su brebaje favorito. Luego, la acostumbrada cucharada de azúcar y abandonó la cocina rumbo a la terraza. A la pasada y sin detenerse, recogió el libro elegido, admirando al mismo tiempo a través del ventanal un día frío e indiferente a los rayos del sol. Salió y puso la taza sobre la pequeña mesa. Se sentó por el lado sur para que el café le quedara a la derecha y subió las piernas a la baranda, dejando el libro sobre su estómago. Respiró profundo, tomó la taza y comenzó a beber. Antes de abrir el libro, hizo una breve inspección de la calle. No estaba la anciana que todos los sábados a esa hora barría la vereda, pasó un cartonero con una radio encendida a volumen moderado y vio salir del edificio a una pareja en bicicleta. Basta de inspección, todo normal, abrió el libro y comenzó.

Solo alcanzó a leer el adverbio que iniciaba la historia, porque de inmediato sintió su presencia. Se dio vuelta y la vio, estaba sonriendo con sus ojos un poco hinchados, no fue mucho lo que durmieron, tenía el pelo tomado y se mantenía apoyada en el marco del ventanal sin zapatos, solo los calcetines abrigaban sus pies. A pesar de la sonrisa, la sintió tímida, estaba un poco avergonzada y su saludo sonó idéntico al de una niña. Le ofreció un café, lo aceptó, pero se demoró en hacerlo, esta vez mirando al piso y con una mueca de seriedad. Intuyó que ella no quería quedarse mucho tiempo más, pero luego volvió a mirarlo con una nueva sonrisa, esta vez más generosa. Él se levantó y fue a la cocina a buscarle la taza de café ofrecida. Ella lo acompañó.

Mientras él ponía una vez más la cafetera italiana en el fuego, ella se apoyó sobre el mesón y comenzaron a hablar, intercalando silencios, algunos incómodos, pero a pesar de ello la conversación fluyó bien. Él intentó hacerla reír, lo logró en algunas ocasiones. Cuando el café estuvo listo, le llenó una taza y siguieron conversando en la cocina. Durante todo ese tiempo, él tuvo la mente un tanto nublada por un pensamiento, no sabía si despedirse con un beso en la boca o en la mejilla cuando ella se fuera. La preocupación fue una nimiedad; cuando terminaron el café y se dijeron adiós, ella apuntó sus labios directo a los suyos. Se despidieron. En el mismo instante en que sus bocas se juntaron, con un cosquilleo él recordó de inmediato dónde había estado la suya la noche anterior.

Cerrado ese capítulo, pudo por fin superar el adverbio que iniciaba el primero del libro. Una vez más con las piernas sobre la baranda de la terraza, inició la historia de un hombre que despertó con una ardiente ira en el estómago, que se esparció en pocos segundos al resto del cuerpo al no reconocer el lugar donde había amanecido luego de echar una primera ojeada. A la segunda, tampoco lo reconoció. No podía creer que le hubiera sucedido otra vez después de prometerse mil veces que nunca más sucedería. Odiaba despertar en lugares desconocidos sin recordar cómo y por qué había llegado allí. El dolor de cabeza era insoportable, tenía una sed cabrona y el sabor a basura en su boca solo podía existir a causa de un número incuantificable de cigarros, mezclado, obviamente, con mucho alcohol.

Se mantenía quieto en la cama, de lado con el cuerpo apoyado sobre el brazo derecho. Al frente tenía una pared que al parecer alguna vez había sido azul, con un cuadro mal pintado de algún balneario centroamericano. Debajo de la obra de arte, una compuerta de metal con una manija. No reconocía nada, no recordaba nada. Sacó su brazo izquierdo fuera de las sábanas y lo estiró para comprobar que sus cosas estaban sobre el velador que tenía al lado. Tocó una billetera, unas llaves y un celular, también algo de plástico que parecía ser una envoltura. La tomó y la miró, era el envase vacío de un condón, no conocía la marca. Levantó la cabeza y vio dos más sobre el mueble, vacíos también. Un cenicero rebalsado de colillas con el nombre El Managua impreso al costado, era de donde emanaba el repulsivo olor que saturaba la habitación.

Justo cuando la ira se transformaba en angustia, percibió un movimiento a sus espaldas anunciando lo que esperaba no sucediera. Por el rabillo del ojo, vio un brazo que dibujaba una semicircunferencia en el aire y caía sobre él para abrazarlo, al mismo tiempo que sentía cómo un cuerpo cálido y desnudo se apretaba al suyo. Sus dientes rechinaron, pero también respiró profundamente para asumir que, de verdad, otra vez había sucedido. Logró calmarse y se quedó quieto durante un instante para simular que estaba despertando. Finalmente, decidió darse vuelta hacia el cuerpo que estaba por descubrir y que aguzaba sus nervios y, cuando lo hizo, emergió de entre las sábanas un rostro enmarcado por olas de pelo trigueño y dueño de unos ojos iluminados de ternura ojerosa, que lo miraron sonrientes mientras el mentón se apoyaba en su estómago.

Solo esa mirada hizo que sus emociones retrocedieran. La angustia volvió a la ira y la ira se disipó en una especie de extraña tranquilidad. Solo atinó a sonreír, aunque los músculos de su cara traicionaron la naturalidad que quería mostrar. Ella le dio los buenos días y le preguntó cómo había dormido. Luego lo abrazó un poco más y apoyó en él su mejilla cerrando los ojos. Ambos quedaron en silencio durante varios minutos, suspirando y respirando ese aire irrespirable que parecía no molestarles, hasta que ella levantó nuevamente la cabeza y, siempre sonriente, le habló de la noche anterior, de lo bien que lo habían pasado, la buena conversación que sostuvieron y, de tanto en tanto, reía comentando detalles sabrosos. Él intentaba recordar, pero nada venía a su mente. De a poco comenzaron a llegarle destellos. Sí, ella era amiga de su hermana, la conoció en su casa, en un asado. Durante mucho rato se miraron entre las cabezas que hablaban a los gritos, hasta que gracias a la suerte o a sus propias voluntades, se juntaron bajo una especie de burbuja que aisló las voces y pudieron conversar. Sí, recordó que conversaron mucho, viajes, música, gustos, odios, pero su memoria no alcanzaba para todo lo hablado. Solo deseaba no haber dicho una estupidez.

También regresó a su memoria un detalle específico. En algún momento comenzó a llamarla “la tres pilsen” por la velocidad con que consumió tres latas de medio litro de cerveza, mientras él, en ese mismo espacio de tiempo, solo había ingerido la mitad de un vaso de número indeterminado. Ella simuló estar ofendida, pero su risa decía otra cosa. No dejó de llamarla así en toda la noche. Del resto, no recordaba nada. De su nombre, ni rastros. Ella continuaba hablando y riendo, con la cabeza otra vez apoyada en su estómago, y él complementaba con lo que podía, mucho de ello medias verdades. Repentinamente, ella guardó silencio y lo quedó mirando. Se levantó, corrió las sábanas hacia un lado y subió hasta dejar su rostro pegado al suyo. Le reconoció que, a pesar de la caña, no se arrepentía de nada y que había sido una suerte que los dos se encontraran. Él sabía que existía una razón para amanecer con ella, pero cuando pensó tenerla a punto en los labios, su mente lo puso otra vez en evidencia. La había olvidado. Ella lo besó e hicieron el amor una vez más.

Más tarde, mientras se vestían, ella le dijo que tenía ganas de tomarse un buen café y lo invitó a su lugar favorito. Él se sorprendió al aceptar inmediatamente. Hasta hace poco, solo quería volver a su casa, como era lo usual en esas situaciones. Pero se sentía aún un tanto conmovido y, como el sentimiento era distinto, eligió tomar una decisión distinta. También se sorprendió al sonreír ahora con naturalidad. Terminaron de ponerse sus ropas y al abrir la puerta de la cabaña donde habían pasado la noche, el sol lo encegueció a tal punto que tuvo que taparse los ojos con ambas manos y restregárselos un buen rato para poder mirar. Cuando lo logró, vio un día luminoso como no recordaba otro.

Ya en el estacionamiento, ella le entregó unas llaves y le pidió que trajera el auto mientras pagaba la noche. Bajo el sol incandescente que le momificaba la boca y aumentaba el pulso de su dolor de cabeza, trató de recordar dónde habían estacionado. Tuvo que ir más atrás, primero era necesario acordarse de cómo era el auto. De color oscuro, intuyó. Muchas luces en el panel. Caminó un buen rato por el sendero de tierra entre no pocos vehículos mientras el polvo que levantaban sus pies desertificaba aún más su boca. Se rindió, era inútil. La vio venir y, para disimular, sacó su teléfono y llevándoselo a la oreja fingió terminar una conversación. Le dijo a un interlocutor inexistente que tenía que cortar, que tenía cosas que hacer. Ella, con una sonrisa malévola, le quitó las llaves y caminó hacia un pequeño jeep. Era blanco. Se subieron. Aspiró y recordó el aroma del interior del auto.

Ya se estaba encariñando con el personaje, cuando sintió un sonido de vibración dentro del departamento. Era su teléfono, lo había olvidado sobre la mesa del comedor. Bajó las piernas de la baranda y fue a revisar. Ella le había enviado un mensaje agradeciéndole por la invitación a una maravillosa noche y él, como respuesta, le agradeció su compañía. Su cuerpo se estremeció en un cosquilleo, en una leve vibración interna, la misma que sintió anoche cuando, pensando que ya estaba todo perdido, ella movió su silla para acercarse y él, para corroborar, acercó la suya. Quiso saber de ella y le preguntó cómo se sentía, qué estaba haciendo. Pasaron unos segundos, luego unos minutos y nada llegaba a su teléfono. Fue a preparar otro café. En tanto, se sentó a pensar.

Había esperado mucho tiempo un encuentro como ese, ya convencido de que nunca sucedería, pero sin razón aparente, sucedió. El elemento sorpresa fue quizás lo que más lo conmovió. La conocía desde hace mucho tiempo, pero aquella fue su primera cita. Al fin solos. Tomó las precauciones del caso para que todo saliera perfecto: eligió un lugar que sabía le gustaría, la cuenta correría por su bolsillo y bebería de forma moderada, solo un tipo de trago y de bajo nivel alcohólico. Eso era suficiente y el resto lo dejó al azar. Y funcionó. No dejaron de reír, compartieron cosas que nunca habían compartido, nuevos secretos que él sintió como una cuerda que los acercaba aún más, y la sensación de calor que en un momento surgió en su pecho le dijo que sí, que esto era posible.

Cuando se conocieron, tenían 12 años. Sus padres eran amigos y la primera vez que se vieron fue en el cumpleaños de la madre de ella. Ya aburrido de los juegos a patadas y los montoncitos con el resto de los niños, esa chiquilla que parecía un tallarín con dos largas trenzas hacia la espalda llamó su atención. Se sentó a su lado a conversar y de inmediato notó el paso instantáneo desde la hiperventilación hacia una intimidad serena, hacia una complicidad con ingredientes particulares. No jugaron, solo hablaron hasta que su padre lo agarró de un brazo para irse a casa. En los años siguientes, nunca se vieron en alguna parte que no fuera una de las reuniones concertadas entre sus viejos y, de una ocasión a la siguiente, que no eran muy seguidas, siempre notaba cómo habían cambiado físicamente y cómo evolucionaba su vínculo a medida que se dirigían a la madurez.

El paso siguiente lo dieron a partir de una tragedia. Durante el funeral de la polola que él tuvo en sus años de universidad, que murió bajo las ruedas de un conductor primerizo que recién estrenaba licencia, ella se acercó y le tomó una mano, justo cuando estaba tratando de recomponerse frente al ataúd que ya empezaba a ser cubierto de tierra. De ahí en adelante, su mano jamás olvidó el palpitar preciso en el centro de la palma, que de a poco le devolvía el pulso a su corazón destrozado. Lo sentía cada vez que recordaba ese momento aciago o cuando, simplemente, ella se le venía a la mente.

Por esa época, decidieron cortar el cordón umbilical que los ataba a las veleidades de sus padres, cuyas ocurrencias hace un buen tiempo ya les olían a vejestorio, y fueron por la independencia de sus encuentros. A decir verdad, cuando se acercaban a la veintena, ni la perspectiva de verse era razón suficiente para motivarse con aquellas liturgias de ritos agotados a fuerza de repetición e imaginación ridícula. Simple y naturalmente, ahora que podían, dejaron de ir. Así empezaron a compartir sus respectivos grupos de amigos, tomando siempre la iniciativa para que, de ahí en adelante, si se querían ver, pudieran hacerlo gracias a sus voluntades. Pero curiosamente nunca estuvieron solos. Mucho tiempo tuvo que pasar antes de que ella acercara su silla y luego él la suya, libres del resto. Él nunca supo cómo entró en su cabeza esa idea, de que nadie estuviera más que ella, solo sabía que su mano recordaba cada vez con mayor intensidad esa piel que vibró en la suya, y que con los años quiso recuperar siempre que coincidían en fiestas, pero nunca pudo hacerlo porque el resto se robaba la atención de ella. De a poco, las personas, incluidos sus propios amigos, comenzaron a ofuscarlo.

Se sirvió el café y volvió a revisar el celular. Nada. De todas formas, se sentía satisfecho con al fin haber tomado la iniciativa para invitarla a salir, haciendo caso omiso del canon tradicional que siempre augura la ruina de una amistad. Somos lo suficientemente maduros para recomponer algo roto, pensó. Y lo que más lo reconfortaba, era que la idea de ir a tomar café a su departamento después de la cena fue de ella, algo que, al menos en esa primera cita, él no tenía considerado.

Volvió a mirar su teléfono y nada. Se lo metió al bolsillo, recogió el libro y salió a la terraza. Las piernas de nuevo en la baranda y retomó la historia donde la había dejado, justo cuando ambos estaban sentados en una mesa del café y él, después del primer sorbo, se decía a sí mismo que ella tenía razón, que este era uno de los mejores cafés que se preparan en el mundo. Por cuarta vez, después de la primera en el motel y dos en el auto, tuvo en la punta de la lengua la razón por la cual había amanecido con ella, pero al igual que las veces anteriores, se le desvaneció en la cabeza sin darle siquiera la oportunidad de un mínimo atisbo.

No recordar era para él una tortura. Odiaba no saber qué hizo, qué dijo, si hizo el ridículo o le faltó el respeto a alguien que se lo había ganado. La primera vez que le sucedió, sintió el júbilo adolescente por la travesura de rigor cumplida. La última, hace casi un año, fue un tormento insoportable. Y esto corría no solo para sus amanecidas en alcohol, sino también para la vida cotidiana, cuando también solía olvidar cosas que dijo e hizo. Le hacía sentir como si todo lo dicho y hecho hubiese sido dicho y hecho por otra persona, no por él, convirtiéndolo en un ente vacío sin voluntad ni potencial, un simple espectador en una obra que otros interpretan y en la cual a él solo le corresponde aplaudir o abuchear. Como aquella vez que lo felicitaron por los excelentes pasos de baile que aplicó hasta altas horas de la madrugada en una fiesta de cumpleaños, en circunstancias que su último recuerdo fue haberse parado para ir al baño en medio de una interesante conversación. El aislamiento al que recurría por unos días luego de esos episodios, para recuperarse, lo volvía un testigo aún más alejado de todo, despojado de cualquier juicio objetivo sobre la escena supuestamente protagonizada.

Desde esa mañana, todo fue distinto. Cuando la vio, olvidó todo lo olvidado. Lo pasado dejó de tener importancia, el ridículo que pudo haber hecho, la falta de respeto que pudo haber propinado. Ahora era él y ella tomando café, sonriendo el uno al otro, en el centro de todo. La verdadera encarnación de lo que se recuerda, es lo que estoy viendo en este preciso instante, se dijo para confirmarse. Tal como la primera vez que vio esos ojos iluminados de ternura ojerosa. Ella lo notó pensativo. Se quedó mirándolo con una sonrisa, preguntando sin preguntar. Él supo que había sido sorprendido en cavilaciones sin escuchar lo que le estaban diciendo. Otra cosa que no recordaría. No importa, pensó, y volvió al café y a ella.

Un par de horas después, al salir del local, sorpresivamente volvió a tener a punto en los labios la razón por la cual había amanecido con ella, pero esta vez ya no tenía sentido. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por retenerla y dejó que se diluyera más rápido que las veces anteriores. Sin embargo, solo una cosa era fundamental traer de regreso a la memoria: no logró acordarse de su nombre en toda la mañana. Antes efectiva para estos casos, su mente ideó un pequeño e ingenioso plan. Ella le dio su número y él, luego de anotarlo en su celular, le preguntó, con una sonrisa pícara, si estaba bien que lo guardara bajo el rótulo “la tres pilsen”. Ella le demostró lo que de verdad es la picardía cuando le devolvió otra sonrisa al responderle que sí, que estaba perfecto.

De pronto, otra vibración, esta vez en su bolsillo. Sacó su teléfono y vio el mensaje. Al fin, ella le respondió. Le comentó que iba viajando con sus padres a la casa familiar en la playa y que al día siguiente los padres de él también lo harían. Por supuesto, él estaba invitado a sumarse y no dijo nada más. Intentó responder, pero no sabía qué decir. Tampoco sabía qué pensar. Después de todo este tiempo y todo lo que había pasado, otra vez los vejestorios y sus designios. Dejó caer el teléfono al piso, levantó el libro y retomó la historia en el siguiente capítulo, cuando el personaje, ya en su casa y sobre la cama, recordó al fin la razón por la cual había amanecido con la mujer. Pero ya no le importaba. Se detuvo bruscamente en esa página y poniéndose de pie, abandonó el balcón. Arrojó el libro sobre el sillón y se quedó de pie pensando, inquieto, con la cabeza hacia abajo y los ojos cerrados. Los vestigios de la noche que había pasado con ella aún permanecían bajo el grueso polerón. De a poco, comenzó a sentir de nuevo aquel palpitar en la palma de su mano. Tras varios minutos, abrió los ojos, miró el libro y entonces supo que tenía razón, que aquella era una buena jornada para comenzar un relato sin saber si lo terminaría.

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