De cómo Olegario Meneses fue traicionado y en qué acabó su intento de venganza

Cuando cruzó el alambrado que limitaba la hacienda, Olegario Meneses tenía el pantalón y parte del poncho empapados de sangre. Caminaba arrastrando la pierna izquierda, donde la bala le había hecho un agujero en pleno muslo. Buscaba un caballo para huir lo antes posible, todavía estarían buscándolo. Llegó hasta un sector de casuchas junto a un gallinero, insertas en pleno desorden de basura: trozos de tablas, leños, vegetales podridos, reconoció algunas zanahorias, mierda de gallina y perro repartida por todo el suelo, azadones, hachas y otros instrumentos de uso campesino. Las ventanas de las casuchas parecían fabricadas con hielo negro a la escasa luz de la luna. Encontró un tendedero con ropa, rasgó una camisa y se amarró con fuerza una tira del género en la herida. Logró guardarse el grito que le avanzaba por la garganta debido al dolor. Se hechó de espaldas a tierra y descansó por unos minutos, había perdido mucha sangre en la huída.

Hace tiempo que podía leer la traición en la cara de sus compañeros. Lo miraban distinto, como si fuera un tumor que se debía extirpar lo antes posible, ya no se percibía la camaradería entre él y el resto de los granujas que tenían sumido en el terror a los hacendados y ganaderos de la comarca. Quedaban pocos propietarios que no habían sido asaltados y los cuatreros querían terminar de despojar al resto de sus animales para emigrar a otra región y continuar con el pillaje. La mayoría eran violentos, algunos disfrutaban más golpear y matar o violar mujeres que acariciar la parte del botín que les correspondía. Eran buscados, la noticia de la recompensa llegó incluso al lado argentino, pero nadie estuvo ni cerca de atrapar aunque fuera solo a uno de los bandidos. Olegario no sabía por qué lo traicionaron, quizás el jefe de los malandrines pensó que no necesitaba tanto puta madre al momento de dividir el botín.

Lo cierto es que lo acorralaron mientras regresaban de un robo por un camino que bordeaba los cerros de la precordillera cercana al río Teno. Logró escapar lanzándose por la quebrada junto a su caballo, que resistió bien la pendiente, pero en la huída una bala le hirió la pierna y otra le atravesó el cuello al rocín. Olegario llegó a un boscaje y se ocultó, pero tuvo que abandonar al animal que cayó muerto. Caminó como pudo hasta alcanzar la hacienda para robar un caballo. No sabía dónde estaba, pero tenía buen olfato, podría orientarse una vez se pusiera en camino. Más allá de las casuchas estaba la casa de la hacienda, Olegario pudo divisarla cubierta por las sombras mientras cruzaba los alambres de púa, lo que fue suficiente para adivinar que era una construcción opulenta, el dueño debía ser un ricachón, no echaría de menos un jamelgo menos, si es que encontraba alguno.

Mientras seguía tirado en el suelo con los ojos cerrados, esperando recobrar la fuerza, sintió una presencia. Se incorporó y escuchó trepidaciones en el aire, debían ser lechuzas que esperaban entre las ramas de los árboles para lanzarse sobre una presa. Pero no era eso lo que le atizaba el miedo. Se dio vuelta y vio a un niño de pie que lo miraba, quieto, con los brazos colgando y vestido con un pijama que parecía hecho con un saco de papas. No tenía más de 10, parecía ser hijo de alguno de los inquilinos de la hacienda. Mientras se ponía de pie, se llevó el índice a la boca para indicarle al niño silencio. Algunas nubes se movieron y permitieron que la luna alumbrara la cara del mocoso. Olegario no detectó ni un movimiento en el crío, en el rostro no había nada que le indicara terror o tranquilidad, ni siquiera indiferencia. Se acercó hasta casi tocarle la nariz con la suya y le susurró que no intentara nada, que si le decía dónde estaban las caballerizas lo dejaría en paz, de lo contrario, lo acribillaría ahí mismo, sin importarle que lo cogieran los cuidadores del predio. El niño permaneció tal cual.

Olegario Meneses quizo tomarlo de los hombros y sacudirlo, pero pensó que aún no era necesario. Sabía cómo hacer hablar a un niño, en eso no sentía pudor alguno, lo hizo varias veces para que confesaran dónde escondían el dinero sus padres. Esta vez prefirió buscar por su cuenta antes de propinar un golpe. Caminó hacia el gallinero, un poco más lejos un gallo dormía parado en un poste. Avanzó y varios metros más allá vio las caballerizas. Eligió al primer caballo que lo miró, no parecía mucho, pero sería suficiente para iniciar su venganza. Buscó por los alrededores alguna montura, pero no encontró ni una. En la cabeza ya tenía todo planeado: iría con las autoridades para negociar su perdón a cambio de entregarles a Los Zurullos, apodo que la gente le había dado a ese grupo de rufianes, porque cuando asaltaban casas de hacendados, Olegario, a modo de firma de artista, había adoptado la costumbre de cagar sobre la cama de los dueños.

Sabía que tendría que negociar muy bien, porque acarreaba una lista larga de fechorías: además del robo de dinero y ganado, tenía tres asesinatos a su haber y, durante algunas borracheras, abusó de mujeres. Pero se sentía capaz de convencer a las autoridades, Los Zurullos eran los cuatreros más buscados de la región. Eso sí, pondría la condición de que él debía ir con los policías que los apresaran. Tenía pensado ponerle una bala en la cabeza al Hinchado, el líder de los bandidos, y hacer pasar el incidente como que el hombre trató de escapar. Quizás hasta le dieran una condecoración por el servicio. De pronto, volvió a sentir esa presencia y se dio vuelta. El rapaz lo había seguido y estaba ahí mirándolo, de la misma forma como lo miró antes: sin expresión en el rostro, quieto y relajado como un pequén después de afanarse un ratón. Olegario se acercó y esta vez le habló más fuerte. Le dijo que se fuera y no dijera nada, si no lo hacía, no tendría problema en filetearlo con el cuchillo que sacó por debajo de la manta.

Olegario sintió miedo. El niño no se dio por aludido, se mantuvo en la misma actitud sin que se pudiera percibir la más mínima variación. La luna volvió a alumbrar y el cuatrero vio una cara de mármol, no había signo alguno de vida, pero el crío estaba ahí, sin sacarle los ojos de encima, sin pestañear, quizás era una de esas almas en pena de las que hablan los huasos por esos terruños. Olegario retrocedió y volvió a ocuparse del caballo. Le costó rechazar la mirada de la criatura. Sacó al animal del corral con todo el sigilo que pudo. Hace tiempo que no cabalgaba a pelo, pero podría hacerlo, no tenía alternativa. Con una cuerda amarrada al cuello, Olegario dirigió al caballo hacia donde había estado tirado en el suelo, evitando ver al niño cuando pasó a su lado. Frente a las casuchas, buscó por dónde salir de la hacienda. Esperó a que las nubes dejaran otra vez de taparle la cara a la luna para ver mejor. Le pareció divisar un gran portón de troncos a lo lejos, debería recorrer un buen trecho antes de abandonar los límites del terreno.

Se subió al rocín y agarró con fuerza la crin. Cuando estaba a punto de enterrarle las espuelas en las costillas, vio otra vez al niño. No había cambiado nada en él. Olegario no sintió miedo, esta vez fue furia. Tenía que acabar con esa aparición. Volvió a sacar el cuchillo de debajo del poncho y cuando estaba presto a lanzárselo, se arrepintió, algo que no era común en él. Tuvo una especie de premonición que le dijo que era mejor no hacerlo. En cambio, le arrojó un escupitajo que dio en pleno ceño del niño. Este no acusó recibo del salivazo. Supercherías se dijo Olegario y espoleó al caballo que partió como un rayo hacia el portón de la hacienda.

Mientras cabalgaba, el aire frío en la cara lo llenó de energía, ya estaba repuesto. En su cabeza pasaban las escenas de la venganza, veía al Hinchado en el suelo con un charco de sangre al lado de la cabeza, al Cagón Sarmiento y al Care’ Teta Garrido con una soga al cuello, al Sudoroso Riquelme, al Perón Palma, al Lampiño Valderrama y los otros pudriéndose en el calabozo. Tenía el sabor del triunfo en la boca. Una vez vengado partiría al extremo sur, a la Patagonia, le habían contado de las enormes riquezas que acumulaban los ganaderos extranjeros. Formaría su propia banda, sería el jefe y arrasaría con todo, el cuatrero más temido y más rico de la zona austral, nadie se atrevería a meterse con él. Justo cuando estaba cruzando el portón de troncos, sonó un balazo y el metal entró por la espalda y salió reventándole el pecho a Olegario Meneses. Cayó de cabeza y una piedra le fracturó el cráneo. Mientras moría, con la cara empapada en sangre, vio al mocoso con un rifle en los brazos. La luna apareció llena entre las nubes y le dibujó al rapaz una sonrisa de demonio. Con una carcajada de bestia, le adelantó a Olegario el lugar a donde iría a parar.

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