Descubierto masturbándose en el baño del colegio. Luego de colgar el teléfono y asegurarle a la directora que llegaría en unos 20 minutos, mi mujer me detuvo y me pidió que no fuera, ella iría en mi lugar. Por ningún motivo le dije, tú eres muy suave con el niño. Esto merece la más alta severidad. He hecho todo lo posible para enderezar a Daniel, pero a sus 11 años todavía es débil, le falta carácter, siempre distraído en sus estupideces. Pero no renunciaré, mi padre lo logró conmigo en esta misma casa que es una de las tantas cosas que me heredó. No recuerdo que me haya dejado un beso o un abrazo, pero sí muchas enseñanzas. Sin embargo, nunca faltaba ternura en su sonrisa cuando me decía “haz todo lo que te digo, hijo, y serás una buena persona”. Le hice caso y salí bien. Me considero una buena persona.
La estupidez de Daniel me salió cara. Tuve que plantarme frente a la directora y al inspector que lo pilló en el baño para descubrir en sus rostros el juicio en mi contra, la acusación implícita en sus palabras, el cuestionamiento a mi rol como padre. Por supuesto, no les di en el gusto y me paré con autoridad frente a ellos, alternando miradas duras hacia Daniel, que estaba sentado con la cabeza gacha y los ojos cerrados, flácido como un montón de barro sobre la silla, dándole vueltas entre sus manos a un autito de juguete. Les dije sin ni un rastro de temblor en mi voz que no se preocuparan, que yo sabía perfectamente qué hacer para corregir al niño y que ese tipo de comportamiento jamás lo he permitido en ninguno de mis hijos. Lo tomé de una oreja y lo saqué del colegio.
Ya en casa, lo senté en el sillón. Volvió a cerrar los ojos y siguió dándole vueltas a su autito de juguete. Le pedí varias veces que los abriera y me mirara, pero no lo hizo. Con un palmazo en la cabeza logré que lo hiciera, y cuando ya me miraba sin pestañear, con la cara de un perro desnutrido que mendiga comida, le grité en su cara que era un pendejo pervertido y que por su idiotez tuve que hacer el ridículo frente a la directora y al inspector. Lo llevé a su pieza de un brazo y lo tiré sobre la cama. Agarré su autito y lo hice trizas aplastándolo con el pie. Así aprenderá, como yo lo hice.
Salí al jardín para calmarme y prendí un cigarro. Pocas veces en mi vida me habían avergonzado tanto, nunca lo permito, siempre le hago saber a todos con quién están hablando. Quise saber cómo estaba Daniel y me asomé por la ventana de su habitación, que estaba justo donde mi mujer plantó unas rosas. No me importó nada y las pisé, levanté la cabeza y miré a través del vidrio. Advertí que la vergüenza ya no deformaba el rostro de Daniel, sino que ahora sus rasgos estaban dibujados por algo profundo, una especie de dolor que apenas contenía, una humillación que lo laceraba por dentro. En sus manos tenía los pedazos de su autito de juguete, intentaba arreglarlo sin saber que no había forma de hacerlo. De golpe, se me vino a la cabeza la visión de mi hijo entrando al colegio al día siguiente, enfrentando la mirada severa de sus profesores, el gesto censurador del inspector que lo descubrió, las burlas macabras de los alumnos que se agolparon en el baño para ver qué era ese alboroto que se armó justo cuando volvían a clases después de almorzar. Un mareo me obligó a afirmarme en la pared para no caer. Levanté la vista y noté por primera vez que la casa de mis padres estaba sucia y añeja, en blanco y negro. En una esquina, vi pedazos de yeso desprenderse del muro.