Aurelia y Eleazar, abrazados, mirándose con las bocas casi juntas, flotaban a unos cuatro metros sobre el piso de una plaza en el barrio histórico de la ciudad, que de histórico casi nada le quedaba salvo un letrero carcomido por el óxido que indicaba tal condición. Las personas que paseaban perros y cuidaban a los niños mientras andaban en bicicleta o volaban en piruetas de un juego a otro, los vieron y sintieron ternura, no pocos recordaron a sus padres o a sus abuelos. Cosa rara era ver a una pareja en el final de sus días abrazándose de esa manera en el aire, pero entendieron que era un momento demasiado íntimo como para espiar o grabarlo en el celular para después convertirlo en un viral, qué fea palabra, viralizar, no pega con esto, dijo que pensó al ver esa imagen una mujer vestida como adolescente que tenía demasiadas arrugas en los ojos para serlo. Lo mismo entendieron los otros que observaron la escena y volvieron a lo que siempre hacían con sus familias en días feriados. Aurelia y Eleazar vestían trajes elegantes, pero debido a la mano del tiempo no se pudo identificar cuáles fueron los colores originales. Él de terno y corbata, un pañuelo asomado en el bolsillo de la chaqueta y perfumado con algo que parecía ser, según se comentó después, limpiavidrios. Ella era una reina, usaba un vestido que debió ser la envidia de las mujeres en fiestas de hace varias décadas. Los zapatos de ambos apenas tenían suela, en uno de Eleazar había un agujero considerable, mucho tuvieron que caminar y no les fue fácil llegar hasta ese lugar. Estaban en el instante que les quedaba de la vida, por lo que solo quisieron abrazarse y mirarse.
Con el tiempo, se supo que se conocieron jóvenes, en años convulsos y de mucha sospecha con el vecino y con el compañero de banco o de trabajo. Aurelia tocaba la guitarra en las peñas con sus amigos, tomaba vino, fumaba y marchaba. Frecuentaba a escritores, poetas y artistas universitarios, ella estudiaba fotografía, la profesión que heredó de su padre. Tenía una vida sin demasiadas dificultades, feliz y comprometida. Cuando se presentaba en alguno de los escenarios que por esos años eran los más importantes de la capital, de las uñas de las manos le brotaban lágrimas que, muchas veces, hacían que los acordes resbalaran por el diapasón, pero a ella no le importaba, los dedos siempre llegaban a la nota correcta. La primera vez que sucedió, un parroquiano se acercó a ella para corroborar qué era ese líquido que le caía por las manos. Volvió a la mesa donde bebía con otros comensales y entre el ruido les gritó no pasa nada, no es sangre, son lágrimas, y siguieron escuchando con un cigarro en la boca y golpeando la mesa al ritmo del 6/8.Aurelia era a quien todos querían ver y escuchar. Al principio nadie entendió cómo un ser humano podía tener esa capacidad para iluminar todo cuando cantaba, pero la incredulidad desapareció pronto, porque el abandono para difrutar aquella música era el placer máximo al que podían aspirar.
Eleazar luchaba por sacar una ingeniería, le resultaba complejo porque nunca fue bueno para las matemáticas y tenía poco dinero para el transporte y libros, pero era la única forma en que podía salir de la pobreza según le enseñaron sus padres. Era el primero de la familia que llegaba a la universidad, algunos parientes lo admiraban, otros ocultaban la envidia bajo el rechazo a la arrogancia y al complejo de superioridad que veían en Eleazar, el ufano. Él sabía y le dolía, pero se obligaba a olvidarlo, era una distracción para cumplir los objetivos que ya le habían trazado. No le gustaba salir de noche, la única vez que lo convencieron llegó a la peña donde tocaba Aurelia. Los presentaron y después de conversar un rato, se odiaron. Cada uno generó en el otro un rechazo a esa fuerza que insistía en pegarlos como imanes. Después de diez minutos hablando, Aurelia mintió diciendo que tenía que calentar antes de volver al escenario, Eleazar sabía que la actuación que vio cuando llegó era la que cerraba la noche, pero se sintió aliviado. Cuando se separaron, caminaron en direcciones opuestas, pero les costaba avanzar, los pies tendían a resbalarse en el piso de aserrín.
Esa noche no pudieron dormir. No lo sabían, pero estaban compartiendo al mismo tiempo una furia igual de intensa, fue lo primero que compartieron estando en una cama, no soportaban ser incapaces de dejar de pensar en el otro. A ninguno le gustó que el cuerpo insistiera en ponerse de pie para ir a buscarse. Siempre rechazaron esa sensación con las personas o cosas, era un distractor de la música y los estudios. Estuvieron una semana ofuscados hasta que Eleazar aceptó que tenía que ir a buscarla a la peña donde la vio y Aurelia aceptó que la fuera a buscar. Esa vez se sentaron con vino a conversar, pero todo derivó en una discusión, se arrojaron sarcasmos buscando que el otro se parara y se fuera, estuvieron así tres horas, algunos dicen que mucho más. Salieron juntos del local y cada uno se fue a su casa enfurecido por el empate que por dentro los dejó humillados. Una semana más tarde volvieron a aceptar y Aurelia lo fue a buscar a la facultad donde estudiaba, ahí bajaron las defensas ante esa fuerza que cada vez se les hacía más difícil combatir. Se vieron y sus bocas fueron, sin perder el tiempo, hacia la del otro. Aurelia le pidió que se convirtieran en pareja y así lo aceptó Eleazar. Fueron felices.
Una vez que terminaron la universidad, quisieron casarse. Juntaron a los padres en casa de Eleazar para que se conocieran y entergarles la noticia. Los enamorados hablaron de sus planes juntos, pero ninguno de los suegros comentó lo que escucharon. Al llegar a casa, los padres de Aurelia le prohibieron casarse, dijeron que la familia de Eleazar era facha y jamás permitirían vincularse a personas de esa calaña. En casa de Eleazar fue lo mismo, con la diferencia que se etiquetó a la familia de Aurelia como rojos come guaguas. La unión era una aberración. Por las siguientes tres semanas, esos dos hogares fueron escenarios de peleas y discusiones sin ninguna posibilidad de solución. Los padres de Aurelia la echaron de la casa. Los de Eleazar jamás harían lo mismo con su hijo, pero de todas formas él armó un bolso y se fue. Esa noche durmieron en el banco de una plaza después de decidir que al día siguiente llegarían al terminal de buses y tomarían el primero que vieran salir. El primero que salió tenía a Osorno como destino. A pesar de dejar todo e importarles nada lo que sucediera con sus familias, aún no sentían libertad.
En Osorno fueron felices por cinco años. Les costó encontrar trabajo, Eleazar terminó como vendedor en una inmobiliaria de poco éxito pero estable, y Aurelia tomó fotografías para revistas y diarios de la ciudad. El invierno era la estación ideal para ellos, se quedaban casi todas las noches conversando con varias botellas de vino al lado de la chimenea en una casa en las afueras de la ciudad, levantada en medio de un bosque. Cada vez que se cortaba la electricidad, lo que era frecuente, una estrella bajaba del cielo y se colocaba justo en la ventana del living para que se pudieran mirar con su luz, pero se procupaba de bajar la intensidad para no cegarlos. Eleazar pensaba que esa era la dicha que siempre le dijeron el hombre podía alcanzar, nunca entendió a qué se referían hasta ese momento. Estando los dos desnudos en la cama, a Aurelia le caían lágrimas de las uñas cuando se quedaba despierta pasándole los dedos a Eleazar por todo el cuerpo. Él a veces despertaba con el toque de las gotas cuando sentía que le caían en la piel. Si en esos momentos la luz se cortaba, la estrella no bajaba de su casa en el cielo, no era necesario alumbrar.
Al tercer año en Osorno llegó Eloísa y, con ella, otra fuerza distinta a la de ellos, porque esta la aceptaron de inmediato, sin incertidumbres. Con su llegada, Aurelia y Eleazar dieron un paso aún mayor en la aceptación de su vínculo y confirmaron que la decisión de escapar de Santiago fue acertada. Eloísa era una verdadera fuerza de la naturaleza, se desplazaba como si el resto de los organismos la llevaran como heredera de faraones, al pasear por el bosque los árboles se inclinaban para saludarla, los pájaros volaban sobre ella acompañando el cortejo y parecía tener comunicación con todo lo que vivía alrededor. Al año hablaba perfecto y se hizo amiga de la estrella. Cuando bajaba del cielo, le sonreía y conversaban tanto en su habitación que la estrella olvidaba a Aurelia y a Eleazar y los dejaba a oscuras. Ellos siempre retaron a Eloísa cuando se quedaba despierta hasta tarde y la obligaban a acostarse. Al quedarse dormidos, Eloísa salía de la cama y la estrella aparecía de nuevo en la ventana, brillando menos para no despertar a los padres de la niña. Cuando la llevaban a jugar con los hijos de los matrimonios amigos, todos amaban a Eloísa, todos querían estar con ella y los mayores se deslumbraban por una gracia que juzgaban demasiado preciosa para existir.
Al quinto año de llegados a Osorno, Eloísa enfermó de una grave infección de origen desconocido. Los médicos intentaron de todo, pero ella empeoró hasta llegar a una septicemia. Sus últimas dos semanas las pasó hospitalizada, hasta el día en que se levantó de la cama ante el asombro de sus padres que supieron lo que pasaba. Eloísa se acercó, a cada uno le acarició el rostro y con una sonrisa que iba más allá de una sonrisa, les dijo que no se preocuparan, que todo estaba bien, que no había sufrimiento y que se encargaran de seguir siendo felices. Eloísa dejó la habitación y camino a la salida, se despidió de las enfermeras, de los médicos, del señor que hacía el aseo, de la señora que cuidaba todos los días a su padre en coma, quienes respondieron con alegría y con la misma reverencia que los árboles le dedicaban al verla pasar. Aurelia y Eleazar miraban desde la ventana cómo su hija cruzaba la calle y se internaba en el bosque frente al hospital. Esa noche, en casa se cortó la luz y estuvieron a oscuras hasta el amanecer.
Pasaron los días y Aurelia y Eleazar no conseguían apaciguar el dolor, pero tampoco la atracción que se hizo insoportable. El mirarse les recordaba a Eloísa, pero no podían abandonarse, era más fuerte que ellos. Como un intento para superar el sufrimiento, se sentaron uno frente al otro en el living de la casa, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Así estuvieron un mes, sin moverse, sin comer, sin mirarse. Cuando abrieron los ojos y se vieron, sabían que el dolor seguía ahí sin ceder, pero al menos crearon un vacío en el espacio y en el tiempo a través del cual podían separarse. Aurelia metió en una maleta solo lo necesario, lo hizo rápido porque sabía que el vacío era momentáneo. Se introdujo en él y apareció frente a la puerta de la casa de sus padres después de cinco años sin verlos ni saber nada de ellos. Quisieron darle un portazo en la cara, pero alcanzaron a adivinar que su hija no estaba bien. Se quedó con ellos un mes, acostaba en su pieza mirando el techo, hasta que les pidió dinero para partir a Europa a fotografiar la mayor cantidad de ciudades posible, solo para empezar, ella después sabría ganarse la vida.
Eleazar se quedó en Osorno. Continúo trabajando en la inmobiliaria y se inscribió en una escuela de boxeo. Entrenó durante un año hasta que lo dejaron participar en campeonatos. Quienes lo vieron nunca pudieron decidir si era buen o mal boxeador. En cada pelea le daban una paliza durante los diez round, pero nunca lo noquearon, siempre perdió por puntos. Si caía a la lona, se levantaba como canguro para recibir otra lluvia de golpes. Al final de cada contienda, después de que anunciaban que el contrincante era el ganador, muchas veces caía de hocico entre las cuerdas del cuadrilátero y tenían que levantarlo entre varios para llevarlo al camarín. Se convirtió en el ídolo de los morbosos que solo pagaban la entrada para ver cómo lo hacían bolsa e insistía en seguir adelante con una defensa que, según quienes lo vieron pelear, era actuada. Así estuvo durante dos años, hasta que en una pelea de exhibición, apenas iniciado el primer asalto, le llegó un combo que lo sintió como si le hubieran dado con una pala. Se golpeó la cabeza al caer y entonces despertó. Se puso de pie, le avisó al árbitro que se retiraba, felicitó al contrincante por el triunfo y bajó del cuadrilátero en dirección al camarín. Se cambió de ropa y se encaminó al terminal de buses para subirse al primero que saliera a Santiago.
Sus padres lo recibieron y Eleazar les contó todo lo que había sucedido. Antes de volver a la peña donde conoció a Aurelia, descansó, leyó y fue al cine, recorrió la capital y se reencontró con amigos, algunos intentaron ayudarlo con trabajos en ingeniería, pero eso terminó para él apenas abordó el bus con dirección a Osorno, lo mismo que le sucedió a Aurelia con la música. Nadie supo en esa época cómo quería ganarse la vida y, según explicaron después, él tampoco. En la peña, que en realidad ya no era una peña, Eleazar bebió dos botellas de vino escuchando a un grupo que tocaba una música que no pudo definir, hasta que apareció Aurelia. Sabían que se encontrarían ahí. Se dieron un abrazo y ella le contó que estuvo viviendo en Europa y que sacó las mejores fotos de su vida, hasta que decidió volver cuando por primera vez se le cortó la luz en ese continente, estaba en Viena. Él le narró la breve carrera que tuvo como boxeador y con ese relato ella se explicó el párpado caído y una especie de deformidad que le detectó en el lado derecho del rostro. Él notó que cada uno de los dedos de Aurelia estaban secos y las uñás carcomidas hasta casi vérsele la carne, pero no dijo nada. Nunca se lo confesaron, pero durante todo ese tiempo vivieron en pugna con sus cuerpos para no salir corriendo en busca del otro, pero en ese momento ya podían estar juntos, así que se besaron y comenzaron de nuevo. En esa oportunidad, los padres no quisieron desaprobar la unión ni hacer ningún tipo de comentario, bueno o malo, considerando lo sucedido con Eloísa.
Aurelia y Eleazar arrendaron un departamento pequeño para recomenzar la vida en pareja en un sector no muy seguro pero barato. Ella trabajó para periódicos y él en una tienda de ropa que recién empezaba a despegar en ventas. Con el tiempo, fueron felices, retomaron la costumbre de conversar en las noches con vino, pero esta vez en una ciudad que reconocían hostil, en un barrio que se les hacía distópico si lo comparaban con el bosque encantado donde se construyó la casa en la que vivieron en Osorno. No era lo mismo cuando llovía y se sentaban al lado de una estufa a gas, para ellos existía una distancia enorme entre echar leña al fuego y conectar un balón de gas. La estabilidad no duró mucho, decidieron volver a tener un hijo, pero Aurelia tuvo un aborto a la cuarta semana de embarazo. De ahí en adelante fueron envejeciendo, asfixiándose el uno al otro, hasta llegar a odiarse como la primera vez que hablaron. Como último recurso, se autorizaron mutuamente para tener un amante, pensaron que sería una buena estrategia para aliviar la atmósfera que respiraban, con la prohibición de que esa persona fuera alguien conocido por ambos y de mencionar cualquier detalle sobre la relación sucedánea. Eso terminó por separarlos otra vez, invitar personas al baile solo entorpeció los pasos sobre la pista. Estaban casi en los 50 años cuando, sin despedirse, uno caminó hacia el sur de la ciudad y el otro hacia el norte. Les costó avanzar, pero lo lograron.
Al estar libres, se les alojó en el pecho un remordimiento por sentirse fracasados al no formar la familia que siempre quisieron y la perspectiva de la vejez en solitario le sumó kilos al colgante que el tiempo les puso en el cuello. Con los años se repusieron y envejecieron con dignidad; vieron morir a sus padres, pasaron tardes de té y otras de tragos con los amigos hasta que ellos también empezaron a fallecer de a uno; Eleazar tuvo un infarto al corazón sin consecuencias importantes y ella cayó de una escalera, se quebró la cadera y algunas vértebras, quedó en silla de ruedas. Trataron de mantenerse lo más jóvenes posible, pero siempre fueron los viejos solterones para los vecinos, para los dueños de la verdulería, para el dueño del kiosko y el farmacéutico. Terminaron viviendo en casa de sus padres y no existía nadie que los llevara a un asilo para que al menos pasaran el ocaso junto a sus coetáneos. Nunca se olvidaron, pensaban en el otro al menos una vez al día durante el tiempo en que estuvieron separados.
Pasaron treinta años desde la última vez que estuvieron juntos, cuando Aurelia se dio cuenta de que no había pensado en Eleazar por al menos una semana. Al recordarlo, también tomó conciencia de que ya no sentía esa fuerza que la ataba a él y que siempre la incomodó con más o menos intensidad dependiendo de la época. Era una anciana, pero tenía claro cómo quería terminar. Se puso de pie, guardó la silla de ruedas en un armario e hizo algunas llamadas, pidió ayuda a gente más entendida hasta que pudo dar con el número telefónico de Eleazar, aún vivía en Santiago. Cuando hablaron, él le dijo que le pasó lo mismo, las ataduras que lo amarraban a ella habían desaparecido. Conversaron mucho, lanzaron carcajadas cuando se dieron cuenta de que todo había empezado por las ganas de casarse cuando jóvenes y nunca lo hicieron ni lo recordaron hasta ese momento. Ambos confesaron que el único deseo que les quedaba era verse. Decidieron juntarse ese día feriado y en esa plaza. Cuando se encontraron no se dijeron nada, se abrazaron y se elevaron del suelo para quedar flotando en el aire. Las arrugas que les dividían la cara no impidieron que se reconocieran como la primera vez que se vieron en la peña donde ella cantaba y tocaba la guitarra. Él todavía tenía el párpado caído, pero ya le cubría casi todo el ojo. Ella mostraba los suyos con ese tono amarillento y esa tela que, con el paso del tiempo, deja los ojos como si siempre lloraran. Estuvieron elevados del suelo hasta que comenzó a oscurecer y apareció la primera estrella. Apenas brilló, subieron y se dirigieron hacia ella, mientras volaban Aurelia le acariciaba el rostro a Eleazar y de sus dedos brotaban lágrimas. Se elevaron hasta que desaparecieron en el cielo que estaba a punto de ser noche. Las pocas personas que quedaban a esa hora en la plaza los vieron mientras subían hacia la estrella. Después relataron que también se enternecieron, pero que a la vez comprendieron que ese momento estaba revestido de una intimidad profunda, así que guardaron los celulares y volvieron a lo suyo para que ese instante fuera de Aurelia y Eleazar.