La historia de El Tuja

Primera parte: Esos ojos grises, casi blancos, envueltos en lo que parecía una catarata severa.

I.

Mientras Martín le explicaba a Natalia por qué el viernes de esa semana llegaría tarde a casa, se le vino a la cabeza la frase con la que Juan Esteban, su amigo y colega, adjetivó el lugar que juntos visitarían ese día: Es terrible de tuja. Cuando estuvo frente a las vitrinas del negocio esa tarde en que el sol los golpeó por partida doble desde el cielo y el pavimento, Martín discrepó de la forma en que Juan Esteban usó el adjetivo. El local era antiguo y humilde, de mal olor y sucio, quizás un sinsentido para el Santiago del año 2034, y sí, a pesar de anunciar antigüedades lo que se vendía era basura, pero por ningún motivo era un lugar tuja. Él usa ese calificativo de otra manera. Según su convicción, la palabra funciona para señalar la hipocrecía y ese mal gusto que nada tiene que ver con la pobreza ni lo marginal, sino con la carencia de educación, criterio y decencia, pero la utiliza más que nada para apuntar al poderoso que, insaciable, en vez de ayudar, engaña y les roba a los despistados y humildes, en fácil, un delincuente o mafioso, otros podrán llamarlo timador, manilargo, ladrón, embustero o, derechamente, un concha de su madre. Pero Martín jamás, bajo ningún pretexto y en ninguna circunstancia, utilizaría tuja para señalar con una mueca de mal olor que se está de pie varios escalones más arriba que el resto. A eso apuntó Juan Esteban, Martín lo supo apenas escuchó la frase, llevaban varios años trabajando juntos y lo conoce bien, puede descifrar lo que no dice su colega cuando dice algo, aunque existe un matiz con este personaje que Natalia no soporta.

A ella se le hace difícil la amistad entre su pareja y Juan Esteban, dice que es un calvario tener de invitado en casa a ese tipejo ignorante y facho, aunque lo que no comenta es que en esos momentos casi siempre monopolizan la conversación y aburren al resto, y tampoco habla de los pitos que se fuman y que los deja de guata en el suelo de tanta risa, pero Natalia siempre está alerta porque sabe que en cualquier momento Juan Esteban hará un comentario prejuicioso y, apenas le escucha uno, le escupe su mejor repertorio de sarcasmos, tan ácidos que hasta a Martín le arden. Es una buena persona, pero como a todos le hace falta una buena pulida, le explica Martín para calmarla cada vez que se indigna con las opiniones y los adjetivos súper calificativos de su amigo, todos sabemos cuándo hay mala intención detrás, pero en esos momentos ella lo escucha solo por cortesía. Para Natalia, algunas cosas son intransables y por eso le dijo a Martín que era una tontera que fueran al centro a eso, a mirar un local viejo como cualquiera de los miles que se pueden encontrar en cualquier lugar de la capital y en cualquier plaza de armas de cualquier ciudad de Chile.

No entiendo por qué le haces caso a ese hueón, con esto solo le fomentas sus estupideces. No es que Martín secunde las opiniones de Juan Esteban o se las deje pasar como si nada, de hecho, muchas veces se enoja y lo trata mal, otras se le pasa la mano y lo humilla, con algo de altanería y satisfacción, debe decirse. Por suerte, Juan Esteban no se da cuenta del filo que tienen las palabras que usa Martín cuando se altera, le cuesta identificar las sutilezas o prefiere dejarlas pasar, y al final todo queda en que es una talla y todos ríen si es que hay gente presenciando la escena, por eso mismo ni Natalia ni nadie en la agencia donde trabajan entiende por qué son amigos: a uno no le gusta la forma de ser del otro y el otro aguanta las humillaciones del uno.   

Y esa amistad es todavía más inexplicable si se considera que Martín detesta a las personas que miran al resto como recostadas en una nube, como vestidas con toga y llevándose un racimo de uva a la boca justo cuando bostezan para aprovechar que tienen el hocico abierto. Siempre que se encuentra con esas gentes a las que pareciera les arde el paladar cuando pronuncian palabras como “ordinario” o “picante”, recuerda el vocablo que usaban sus amigos en la adolescencia y que lo enfurecía cada vez que lo escuchaba: “chana”, sustantivo o adjetivo, según el uso, que describía a la mujer de vida menos afortunada, que habitaba en la periferia y, por eso mismo, según el prejuicio, suelta de cuerpo. De ahí surgieron frases como “salgamos a comernos unas chanas” o “vamos a esa disco, está llena de chanas”. En esa época, Martín guardaba silencio, no tenía la voluntad para callar a sus amigos cuando miraban desde la nube a mujeres con ciertas características y las calificaban de esa forma, de hecho, a él mismo se le escapó varias veces el vocablo y se tuvo que aguantar la culpa durante días, a veces por meses. Con los años ganó carácter y ahora manda a la mierda a quien se atreva a usar tal epíteto en su presencia.

Pero la figura de Juan Esteban, y ahí está el matiz para Martín, no calza en ese patrón, al menos no del todo: es de aquellos personajes que no tienen la culpa de ser unos pajarillos que simplemente repiten como papagayos y aplican fórmulas sin pensar. Además, tiene la virtud de propinar esos calificativos, sin siquiera saberlo, en sincronía perfecta con el momento preciso y la cara de pavo requerida para que suenen chistosos y no humillantes. Tanto que me emputece escuchar ese tipo de comentarios, le comentó una vez a Natalia, y viene este puta madre a decir esas estupideces y me tengo que limpiar los mocos de tanta risa. Quizás por eso Martín y Juan Esteban son amigos, no los mejores, pero sienten respeto y cariño mutuos.

Ese matiz no lo entiende o no lo quiere entender o no le importa a Natalia, quizás cree que es una excusa de su pareja para justificarse. Te encanta burlarte y eres bueno para humillarlo, pero le dices que sí a todo y lo sigues en todas sus tonteras, nadie te entiende, insistía ante la idea de ir a un local no a comprar, no a vitrinear, sino a mirarlo porque a un imbécil se le ocurrió decir que era tuja. Tú sabes que no le hago caso en todo, además, me sale más fácil ir, este hueón está obsesionado y no tengo paciencia para seguir diciéndole que no. Natalia cruzó los brazos y miró para cualquier lado con desprecio, mientras Martín insistía con sus argumentos, no quería quedar como un tonto, pero lo estaba logrando. Va a ser un rato no más, hablo con la vecina y le pido que cuide a Elisa, seguro trabajarás hasta tarde ese día, yo me encargo de todo y te traigo una de esas empanaditas del Santa Lucía que tanto te gustan. Natalia mantenía el desprecio, pero hizo un movimiento de mano para darle a entender que escuchó lo que dijo. Consentir a cambio de una empanada, por muy sabrosa que sea, cómo se le pudo ocurrir eso. Eres un idiota.

Aunque no tenía cómo salvarse del ridículo que estaba haciendo, Martín se mantuvo tranquilo, incluso satisfecho. Le encanta cuando Natalia se indigna. En esos momentos no puede evitar rodearle la cintura, tomarle la mano y levantarle el brazo para comenzar un lento imaginario, como ese bolero que bailaron la noche en que ella le contó que estaba embarazada de Elisa. Él la mira, la hace girar y disfruta la música en su cabeza, mientras Natalia de a poco baja la intensidad de las recriminaciones hasta quedar en silencio. Deja de resistirse al baile, pero sostiene la mirada en el techo, en las paredes, en cualquier lugar que no sean los ojos de su pareja. Al final cede a medida que él la besa desde el cuello hasta la boca, se procupa de que el contacto sea suave, casi imperceptible, apenas una sensasión de corriente como esa que transmite una peineta cargada de estática, para que ella piense que una hormiguita le camina por la garganta. En esas ocasiones, siempre terminan en la cama. Por eso Martín hace enojar a Natalia bastante seguido y Natalia cae con facilidad.

Cuando Juan Esteban llegó a trabajar a la agencia, a Martín ya le producía sueño la publicidad, pensaba renunciar y hacer otra cosa, quizás salir del país a probar suerte en Europa o pedirle de una vez matrimonio a Natalia y partir, como ella quería, a vivir a Punta Arenas junto a Elisa, que en esa época tenía dos años. El aporte del nuevo a la empresa le reforzó la idea, a Juan Esteban de verdad le gustaba la pega y llegó con todo el impulso de quien recién alcanza los 30, además, a los pocos meses lo superó en eficiencia, sus propuestas consiguían contratos que reportaban más ganancias. Sería un buen reemplazo y lo tomó como un signo para decidirse pronto, aunque le costaba, no estaba seguro de que le gustara la vida aislada en Punta Arenas, para Natalia era lo más importante en la vida, buscaba precisamente eso, aislamiento, y ríos, bosques, humedad, silencio y lo que quedara de los ventisqueros. Martín se inclinaba más por esa decisión que por Europa, se sentía demasiado cansado para empezar de cero en otro país, prefería hacer feliz a Natalia y suponía que habituarse a la vida en el extremo sur era cosa de paciencia.

De todas formas, no se apresuraba a tomar una decisión, tenía tiempo suficiente para pensar con calma, sobre todo considerando ese segundo tiempo que se dieron, en el que prometieron bajar las revoluciones para no caer de nuevo exhaustos el uno del otro, está bien amar a alguien, pero ellos se equivocaron al comulgar con esa figura de los amantes que gritan amor eterno en un abismo ante el océano mientras se desgarran la camisa para ofrecer el pecho a los dioses. Esa fatalidad, a lo Romeo y Julieta, casi los arroja por el acantilado, pero lo comprendieron a tiempo y hoy son apóstatas de esa creencia. A lo más, pensaba Martín, con ese drama solo se baja de peso, que fue lo único que agradeció de la ruptura porque ya se le había pasado la mano con los completos, los churrascos italianos y la cerveza con sus respectivos bajones de hambre. En esta segunda vuelta, la pareja buscó la serenidad, sobre todo por Elisa, que fue la que más sufrió durante la separación.

Sabes que nunca he tratado de controlarte y no te voy a prohibir que salgas con Juan Esteban, pero me cuesta aceptar tanta tontera. Lo sé, dijo Martín. Incluso me sería más fácil que pases un viernes conectado al casco de realidad virtual, como lo hacen los maridos de mis amigas, ellas se empelotan con eso. No exageres, que a otros hueones les guste freírse el cerebro no significa que yo tenga que hacerlo. No te hagas el ofendido, no estamos hablando de eso. Martín sabía que lo del viernes era una estupidez, pero también lo era discutir por algo sin importancia, bien podía salir con otro amigo, con Roberto, con el Vito, o con el favorito de Natalia, el Diego, y lo que hicieran daría lo mismo, arrojarles migas de pan a las palomas en una plaza o emborracharse en un toples, el problema era que a Natalia le caía pésimo Juan Esteban y podrían ir a rescatar perros abandonados o alimentar niños de la calle y, aun así, a ella no le gustaría.

Me tienen chata los fachos, no sé por qué ahora estamos rodeados. Hay varias situaciones que te pueden llevar a un régimen autoritario, como…. Martín, no cambies el tema, tampoco estamos hablando de eso. Él temía, lo cual también era una tontera, que ella creyera que empezaba a pensar como Juan Esteban, pero claro, de haberlo hecho, ella no estaría viviendo con él y se hubiera llevado lejos a Elisa. Entonces pásenlo bien y vuélvanse locos en la tienda de antigüedades, pero cuidadito con meterse con minas. ¿Estás enojada? No lo estoy. Sí lo estás, y diciendo esto Martín le rodeó la cintura, le tomó el brazo y comenzó el baile, tenía listo el lento en su cabeza, “These arms of mine”. Elisa está durmiendo. No importa, no se va a despertar. A esas alturas Martín no lo sabía, pero la visita de ese viernes sería el punto de partida para descubrir lo que sucedió con Emilio, a quien dejó de buscar por falta de resultados, luego por aceptación y, finalmente, porque se obligó a olvidarlo.

II.

Pese a que defendió la idea como pudo, a Martín no le hacía ni una gracia visitar ese lugar por muy tuja que fuera, estaba seguro de que no lo era, y si lo fuera, tampoco le haría más gracia de la que ya tenía. El problema era que Juan Esteban se volvió insufrible, aprovechaba cada oportunidad para hablarle del local, se refería a él como si fuera algo que no debiese existir o no estuviera en el lugar adecuado, Martín sabía que su colega pensaba que el sitio ideal era una población o la periferia, un lugar “chano”. Juan Esteban era un chico burbúja, en cambio él estaba acostumbrado a esos negocios, los había visto por montones desde niño, su padre lo llevó a muchas tiendas de antigüedades y cachivaches, también a ferias de las pulgas, donde encontró joyitas, como números antiguos de Condorito o autitos de lata, y por eso le parecía exagerada la fascinación de su compañero y se lo dijo muchas veces, pero él insistía en que lo que vio era distinto, algo anormal, que debía verlo por sí mismo, un lugar terrible de tuja. Martín le preguntó cómo era por dentro, pero respondió que no quiso entrar haciendo un movimiento de cuerpo como para esquivar una infección.

Martín apenas conoció a Juan Esteban supo que era una persona agotadora. Se vieron por primera vez meando en el baño de la agencia, Martín se abría el cierre del pantalón frente al urinario cuando entró el nuevo. Juan Esteban también se bajó el cierre y empezó a mear a su lado, lo saludó y le habló de lo malo que estaba el campeonato nacional de fútbol, de lo penca que era el nivel de los jugadores, de lo fome que estaban los partidos. ¿Viste el clásico ayer?, puta el partido malo, loco. No sé, no me gusta el fútbol, Martín intentó ser lo más gentil posible. Juan Esteban no escuchó o no quiso escuchar, a lo mejor hablaba por hablar para integrarse, porque siguió comentando sobre jugadores y entrenadores, se enojó porque alguien pateó al arco cuando otro venía por la lateral, nadie lo marcaba, debió pasarle la pelota, ese seguro hacía el gol, pero el otro se la comió. Martín no retuvo ningún nombre, no le interesaba y no quiso preguntar de qué equipo era el que estaba al lado salpicándose los pantalones de pichí sin darse cuenta. ¿Quién gana el campeonato, viejo? No sé, no veo fútbol. Martín quedó con gotas de meado en la mano por sacudirse el pene demasiado rápido, quería irse lo antes posible del baño y evitarse el“loco, ya te dije dos veces que no me gusta el fútbol”. Cuando fue al lavamanos, la nueva contratación de la empresa lo siguió de cerca aún con el pantalón abierto, sin dar tregua a la cascada de información deportiva que Martín escuchaba como estática.

Aunque el comienzo de la relación fue poco auspicioso, su filosofía con los recién llegados siempre fue el apoyo incondicional y, como el nuevo se unió al grupo de publicistas, trabajaron en equipo desde el día siguiente al encuentro en los urinarios. A los pocos días, comprendió que Juan Esteban era buena persona, alegre y decente, aunque poco conocedor de la calle, y así empezaron las estupideces que Martín se limitó a soportar, la primera que le escuchó fue la siguiente: Me dolía tanto la espalda que estuve casi todo el recital con las manos en la espalda cerca del culo, así como se paran las señoras pobres cuando están embarazadas. Todos se miraron, nadie habló, solo Martín, que después de atragantarse con el café dijo, No puedes ser tan hueón.

Con el tiempo, también notó que Juan Esteban pasaba pegado al celular, era adicto a las redes sociales, publicaba todo lo que hacía, lo que comía, la selfie para él era una compulsión, la foto en el espejo del ascensor y de los baños, el plano picado en la oficina o trotando en la calle, siempre enfocando el lado izquierdo de la cara desde donde el jopo de su peinado lucía mejor. Además, era asiduo a las cuentas de conspiranoicos y siempre comentaba las últimas informaciones y acontecimientos que los poderes globales ocultaban con todo tipo de ardides. ¿Te cuento la última de George Soros? Dale, antes déjame ir al baño, pero Martín nunca volvió y tampoco volvió de fumarse un cigarro en el patio, de pedir unos papeles en recursos humanos, de llamar a un cliente o de ir a comprarse un café. Sé que ustedes terminarán en Punta Arenas y serán felices allá, le dijo un día Juan Esteban. Tienes una linda familia, ojalá algún día tenga algo así, y era ese tipo de comentarios o intenciones que le hacían ver que el tipo no era mala persona, que podía emocionarse con y por el resto, aunque siempre estuviera metiendo la pata con comentarios desubicados. De todas formas, Martín agachaba el moño de vez en cuando, es capaz de reconocer que él tampoco es perfecto, tiene lo suyo y no es poco, así que no podía alegar mucho. 

Portugal, un poco más allá de la esquina con Diagonal Paraguay, vereda oriente, ahí se ubicaba el lugar terrible de tuja. Ni cagando, no me interesa, para qué quiero hacer esa hueá, no tengo tiempo, cállate un rato hueón, Martín intentaba por todos los medios que Juan Esteban dejara de hincharle las pelotas hasta que un día, almorzando cerca de la agencia, casi se las revienta. ¿Qué es lo que tanto te obsesiona? El colega intentó responderle, pero se le tropezaron las palabras al salir de la boca como si algo lo contuviera. ¿Qué mierda te pasa? Es que tienes que ver al viejo que estaba sentado adentro, me dejó helado, era una alimaña, lo vi por la ventana y estaba tieso en una silla, arrugado a cagar, solo movía la cabeza como una rata oliéndo un queso, era un engendro. Ahora, pensó Martín, el asunto iba más allá de lo tuja, se transformó en una exhibición de circo, en una feria de fenómenos. Sabía a dónde llegaría Juan Esteban.

¿Y entonces? Martín presionó condimentando las palabras con sarcasmo para que su colega captara directo y sin filtro que se estaba burlando de él, pero como Juan Esteban no era bueno para detectar sutilezas, más cuando algo se le metía en la cabeza, siguió explicando como si su interlocutor no estuviera molesto, sino intrigado y ansioso por saber más. Según le explicó, las redes sociales estaban viralizadas con videos que comprobaban la existencia de seres extraños, sobrenaturales o extraterrestres, ocultos y mezclados con la población en distintas partes del mundo y cada vez aparecían más de esos registros en Chile. Juan Esteban pensaba que el viejo del local era uno de esos espectros. Una vez me dijiste que no creías en fantasmas ni en cosas como esa, Martín quiso seguirle el juego, al menos tenía curiosidad por saber hasta dónde evolucionaría la teoría. No creo en cosas que no puedo ver, pero esto sí, hay evidencia, aunque traten de ocultarla. Dale, cuéntame sobre algunos casos. Unos se parecen como a esa mina que sale de la tele en la película china o japonesa o como ese senderman o tenderman. Esas historias no eran extrañas para Martín, conocía a mucha gente que las creía y vio documentales y leyó sobre ellas sin saber por qué, a lo mejor en el fondo le atraían. Slenderman, eso es un mito urbano. No seas tan inocente, no creas todo lo que lees.

Esa revelación no ayudó en nada a la causa de Juan Esteban, para Martín era una variable tan absurda como el adjetivo tuja, aunque esta última quedó en segundo plano, lo que de verdad tenía a Juan Esteban obnubilado no era la condición del local, sino la oportunidad de grabar y publicar un video del espectro que vivía ahí, no sabía si era el dueño o un amigo del dueño, el que atendía a la clientela o quizás un viejo que se desmayó en la calle y lo metieron dentro para que esperara una ambulancia. Pero como Juan Esteban no quiso entrar ni averiguar nada más, lo único que se sabía es que el anciano era sospechoso de ser un personaje de terror o un alienígena. Por supuesto, ese detalle no se lo comentó a Natalia cuando le dijo que ese viernes llegaría tarde, si se lo hubiera dicho, ella terminaría por convencerse de que se estaba volviendo imbécil. Después de pensarlo un poco más, se dio cuenta de que tanta explicación fue innecesaria, bastaba con decirle que irían a comer y tomar algo por ahí para despejarse de una semana de alto estrés.

El almuerzo se detuvo unos momentos y ambos quedaron en silencio. Si Juan Esteban fuera buen observador, habría notado que Martín buscaba con dificultad algo en su cabeza, un esfuerzo que fue inútil, no encontró nada, lo mismo le pasó cuando escuchó el testimonio de la persona que dijo hablar una lengua desconocida y jamás pronunciada: pero cómo podía defender eso el creyente si nadie conocía la lengua y nunca se pronunció, y cómo podía cuestionarlo el escéptico si el mismo argumento aplica, una colisión inevitable que a Martín le llegó como dolor de cabeza y una puntada en el ojo, igual que en esta ocasión. Con los dedos índice se masajeó las sienes, odiaba atraparse en esas paradojas, así que renunció a discutir y decidió que lo más sano era aceptar, porque jamás lograría persuadir a Juan Esteban de su insensatez y este nunca dejaría de acosarlo, pero puso condiciones: irían un viernes saliendo del trabajo para después tomarse alguna cosita por ahí, el plan de Martín era llegar a casa con un poco de copete en el cuerpo, quizás hacer enojar a Natalia si es que quedaban energías o arrojarse directo a la cama para despertar tarde el sábado. Fue la única estrategia que se le ocurrió para que el panorama fuera aceptable.

Cuando volvieron a la oficina, Martín sentado en su escritorio dudó de la razón por la cual aceptó. ¿De verdad fue por cansancio? ¿En serio carecía de la paciencia para seguir soportando los desvaríos del colega hasta que se aburriera? Se veían de lunes a viernes de nueve de la mañana a seis de la tarde, así que ni una posibilidad de esconderse o evitarlo, además, nadie es inubicable, a no ser que viviera sin celular y él no haría eso. ¿Y el carácter que ganó con los años no le servía para obligar a Juan Esteban a dejarlo en paz? A pesar de todo, no le gustaba tratarlo mal, así que no tuvo escapatoria, vería lo que él quería que viera, podría fingir un “tenías toda la razón, qué tipo más raro, esto es muy tuja y él es un extraterrestre, ahora vámonos” y ahí todo terminaría. Entonces sí, fue por cansancio, fue porque carecía de la resistencia para aburrir a Juan Esteban, a diferencia de él, que sí la tenía para aburrir a cualquiera. Yo creo que este loco no se da cuenta de que es un hinchahueas, le dijo una vez a otro publicista de la agencia. ¿Entonces, por qué lo aguantas? Es buena persona. ¡Sale!, es un facho y bien ahueonao. Martín no contestó, pensaba lo mismo, es capaz de soportar a alguien que considera que un italiano no es un inmigrante y un peruano sí, pero jamás lo defendería ante otros, sabe que es una batalla perdida. Además, las ideas de Juan Esteban nunca se tradujeron en acciones, al menos hasta donde él sabía. Acéptenlo, es un buen ejercicio de tolerancia, decía Martín y siempre recibía risitas como respuesta o un bufido de desagrado. El pelambre tampoco faltó en la oficina. Eso sí que es tuja, decía Martín. 

III.

Llegó el viernes y salieron de la oficina cerca de las cuatro de la tarde, tomaron el metro en Alcántara hacia la Católica. Como Martín no se subía a uno de esos vagones desde hacía tiempo, olvidó el asco que le producía afirmarse de los pasamanos, sobre todo cuando están calientes y pegajosos por las horas de manoseo, pero como su equilibrio siempre fue precario, tuvo que agarrarse con fuerza al fierro, si no lo hacía, corría el riesgo de caer sobre alguna abuela y botarle la bolsa de la feria, como le pasó varias veces. No quería sufrir de nuevo la vergüenza de levantar lechugas, papas y zanahorias mientras el resto de los pasajeros prefería grabarlo en vez de ayudar, no por él, la idea era que se apiadaran de la anciana, pero eso nunca sucedió. Cuando se bajaron en la Católica, revisó sus manos y detectó sustancias que no parecían ser sudor ajeno, por suerte, unos diez años antes adquirió la costumbre de llevar siempre una botellita de alcohol gel, se echó un litro en las manos mientras subían las escaleras hacia la Alameda.

 Ya en la vereda, se refrescaron con el viento que les entró por las camisas, claro que fue una fantasía creada por el contraste entre el aire de la calle y el que se respiraba dentro del metro, el sol picaba fuerte sobre la ciudad y transpiraron de nuevo apenas enfilaron por Avenida Portugal. Había pasado mucho tiempo desde que Martín recorrió esos barrios por última vez, siempre le gustaron, pero por alguna razón lo olvidó. Estaba contento de estar de vuelta, hasta el momento la cita con Juan Esteban iba bien, miró con atención y no vio ese apocalipsis que le describieron casi todos, sobre todo la televisión y las redes, desde hace años se hablaba de la decadencia extrema del centro de la ciudad que habría sido tomado por inmigrantes narcos y sicarios, prostitutas y adictos. La visión de Martín fue distinta, las calles estaban más sucias, los edificios más viejos y quizás más tristes, pero no notó grandes cambios. Muchas cosas habían sucedido en los últimos años y esperaba encontrarse con otra cosa, algo cercano a la ciudad del pecado, pero veía lo de siempre, universitarios y comerciantes ofreciendo sus productos en los paños tendidos en el suelo, e incluso juró que los mendigos eran los mismos que vio años atrás. Los carteles de neón y las pantallas gigantes que tapizaban la calle hasta donde se podía ver, le daban otro aire a la avenida, algo así como un saborcillo a primer mundo, una panorámica al estilo de animé japonés, con mucho holograma y colores que enceguecían. Pero todavía es de día, pensó Martín, quizás de noche el cuento es otro.

Esa sensación de felicidad que sintió Martín se esfumó al llegar a la esquina de Diagonal Paraguay, ahí recordó lo que sucedió dos años antes y tuvo miedo: un grupo armado abrió fuego contra quienes esa mañana entraban en la facultad de la Chile, fue una forma de castigo, según publicaron los pistoleros después del ataque, no les gustaban los planes de estudio y los profesores que fomentaban en sus cátedras las diversidades sexuales y aceptaban inmigrantes, contrariando las sugerencias de los dos gobiernos conservadores previos y del que en ese momento regía. Varios murieron, ninguno sentenciado, cayeron los que tuvieron la mala suerte de cruzarse con las balas disparadas al azar. El recuerdo modificó los ojos de Martín, de un segundo a otro fueron otros, las heridas de las ciudades no siempre están en los muros, pensó.

Juan Esteban lo trajo de vuelta a la Avenida Portugal, le costó regresar, vio que su amigo movía los labios, pero no escuchó nada, así que miró hacia donde apuntaba. Ahí estaba el lugar terrible de tuja. Más que una tienda de antigüedades parecía el sueño de un enfermo del mal de Diógenes, quizás el viejo que fascinaba a Juan Esteban lo padecía. Eran dos vitrinas grandes de vidrios sucios con una puerta igual de mugrienta al medio, costaba ver los productos en exhibición, pero la mayoría de lo que se veía, y en eso Juan Esteban tuvo razón, era basura. Sí, el local daba pena y si uno se paraba frente a la entrada se sentía ese olor que tienen las flores que nadie saca de las tumbas después del luto. Esto no es tuja, hueón exagerado. Acércate a la ventana y mira para adentro. Martín vio al viejo y, sin caer en la conspiranoia del colega, entendió lo que tanto le fascinaba. A primera vista parecía como cualquier anciano que debió morir hace años y lo olvidó, detectó también ese movimiento de cabeza que perturbó a Juan Esteban, pero lo que de verdad hacía de él un ser extraño no podía verse, se intuía, era algo que producía rechazo justamente por ese carácter esquivo.

 Quiso ver al viejo de cerca y entró, Juan Esteban no quiso, rechazó con el gesto clásico de mal olor. Martín abrió la puerta y confirmó que el aroma a flores muertas venía del interior. Para disimular, se hizo el interesado en los artículos que estaban en el mostrador de vidrio al fondo del local, el viejo no se dio cuenta de que alguien entró o, si lo notó, no le importó. Vio desde muñecas sucias con el pelo enrredado hasta posters amarillentos con mujeres mostrando las tetas y el culo bajo el título de “La Bomba 4”, su padre le había hablado de esos afiches, de la época en que aún existían los periódicos en papel. Todo era reliquias, sin duda, pero de las que deberían terminar en un vertedero y no en la sala de un coleccionista. Encontró un libro que le interesó, pudo leer el título a pesar de que la portada estaba corroída por una sustancia parecida al cerúmen, “Cuero de Diablo”, una colección de cuentos de maleantes que leyó cuando niño y que hace tiempo quería releer. Le preguntó el precio al viejo, a quien le siguió importando una mierda el cliente. Al mirarlo de cerca, casi respirándole en la oreja, Martín pudo definir el movimiento de cabeza: si Juan Esteban fuera más despierto, y no lo era, se habría dado cuenta de que el casi imperceptible ir y venir del rostro y de los ojos no era el de un hombre-rata olfateando un queso, sino el de un reptiliano, según recordó de un documental que otro crédulo le rogó que viera, aunque no lo terminó. Preguntó otra vez por el precio del libro y el anciano siguió mirando hacia todos lados como si una peste lo estuviera infectando.

No parecía ser tan viejo, más bien era un hombre demacrado de antemano, como si alguien le hubiera sacado el agua antes de tiempo dejándolo como un pedazo de charqui, los surcos que le recorrían la cara parecían cavados más por malos ratos que por los años, pero Martín quedó atrapado por esos ojos que debieron ser azules y en ese momento eran grises, casi blancos, envueltos en lo que parecía una catarata severa. Pero no era el color, era la mirada, la había visto antes o se parecía a otra, quiso volver a preguntar por el precio del libro, pero la boca no le respondió. Sí, conocía esa mirada y bien, conocía a ese hombre, estaba seguro, pero le era imposible recordar quién era. Miró hacia afuera y vio a Juan Esteban pegado a una de las vitrinas con su teléfono, grabándolo o sacándole fotos con el viejo. Martín iba a ponerle la mano en el hombro para despabilarlo cuando una mujer apareció por una puerta al costado del mostrador y lo detuvo con un grito. No lo moleste señor, ¿qué quiere? Quería preguntar por el precio de este libro, creo que algo le pasa al caballero. No le pasa nada, déjelo solo no más, ese libro está a cinco mil.

Mientras pagaba, Martín volvió a mirar hacia la vereda, Juan Esteban se grababa de espaldas al local, con el celular en altura, que es lo que debe hacerse para evitar aparecer con kilos de más en la transmisión, hablaba apuntando con un índice severo a la cámara, quizás qué chucha estará publicando este ahueonao, pensó Martín. Tras recibir el billete, la señora dijo hasta luego y se encaminó hacia la puerta por donde apareció, pero él la detuvo y le dijo que quería asegurarse de que al caballero no le pasara nada. Nada, confirmó ella. Martín le preguntó quién era y ahí se acabó todo, Váyase no más, señor, déjese de molestar. Muy contundente la señora, por lo que tuvo que arrancar y rápido, le dolió la invitación a irse. Juan Esteban ya había terminado su live en redes y lo esperaba con las manos en los bolsillos, lo primero que quizo saber era qué opinaba Martín, fantaseaba con ser el descubridor de la última alimaña urbana y entrar al salón de la fama de los cazadores digitales. Déjate de huear y vamos a tomar. Juan Esteban captó el enojo de Martín y no insistió.

 Caminaron en silencio hacia la Alameda y volvieron a pasar frente a la facultad de la Chile, Martín tuvo miedo otra vez. ¿Te acuerdas cómo se llama ese grupo de orates?, le preguntó a Juan Esteban, quien no tenía idea de a qué orates se refería, es más, nunca se enteró de la balacera. A la entrada del edificio había estudiantes y profesores saliendo de clases y Martín se los imaginó arrancando en pánico del enjambre de balas y algunos cayendo al suelo con un agujero en el pecho. Mucho se decía sobre el nacimiento de esa banda de extremistas, la tesis más aceptada explicaba que su ideología se había exacerbado a causa de la velocidad con que podía consumirse la información en el ciberespacio. Veinte años atrás, en Chile se dio un salto tecnológico impensado en la transmisión web cuando se alcanzaron los 400 gigabytes por segundo, lo que produjo que la recepción de contenidos fuera casi instantánea, pero innecesaria para el volumen de datos que se transmitía en esa época. Fue toda una revolución nacida al sur del mundo que con el tiempo redujo los contenidos y también el discernimiento, pero aceleró el crecimiento de los archivos que fluían de un lado a otro del planeta. Era consumir sin filtrar, no había tiempo para eso. Según decían los expertos y los alarmistas, la población dejó de pensar, las personas volvieron a ser papagayos que repiten, repiten y repiten, aunque para este caso lo más adecuado es viralizan, viralizan y viralizan. Tenía mucho que ver, agregaban, el casco de realidad virtual, sin el cual era imposible que el cerebro retuviera tanta información y que, se pensaba, podría freír la mente si se abusaba de él. Martín no comulgaba con esa hipótesis del extremismo, para él, esos tipos cayeron de cabeza al suelo de los brazos de sus madres cuando eran guaguas.

 Los defensores del casco argumentaban que, Es como cuando Neo aprende Jiu Jitsu, y así, aparecieron muchos sabios venerables en plena era tecnológica que miraban hacia abajo a los demás, igual que las personas de bien que usan palabras como “chana” y “tuja”, porque eran capaces de hablar y opinar sobre cualquier cosa gracias al rayo de conocimiento que les llegaba directo al cerebro a través del casco. Todo fluía de allá para acá sin ningún tipo de regulación y nada de criterio, y el genio que hizo posibles los 400 gigabytes por segundo y el casco virtual desapareció de un día para otro sin dejar rastros y se convirtió en un misterio que, por supuesto, alimentó mitos descabellados, desde que se lo llevaron los extraterrestres hasta que en uno de sus experimentos se disolvió en bytes y quedó atrapado en el ciberespacio para siempre, algunos decían que su rostro aparecía de la nada cuando navegaban, pidiendo ayuda para que lo sacaran de la web. El desarrollo y el negocio de la transmisión de datos continuó sin él, pero gracias a su tecnología ya se alcanzaba el exabyte por segundo. Martín nunca usó el casco y cuando navegaba lo hacía a una velocidad moderada, demasiada información le producía la sensación de que sus ojos saldrían disparados como escupos.

 Ya en el bar, estuvo con la boca cerrada y afirmado al shop durante mucho tiempo, Juan Esteban revisaba los comentarios de sus publicaciones, una mesera se acercó y les ofreció algo para comer, pidieron dos completos. Cuando los trajo, Martín se arrepintió, no recordaba que para tener palta debía pedir un Dinámico. Cómo puede ser que todavía no hagan los completos como en Valparaíso, se quejó con la mesera. No sé cómo los hacen allá. Se sentía igual de obseso que Juan Esteban, no podía sacarse de la cabeza al viejo reptiliano ni la duda de cuándo y dónde lo conoció, a lo mejor lo confundía con otra persona, la puntada en el ojo amenazaba con aparecer. Te quedaste pegado, loco, te dije que todo en esa ordinariez es muy raro. “Ordinariez”, “ordinario”, otras palabras que detestaba y que utilizaba con un significado distinto al de Juan Esteban. Martín vació lo que le quedaba de shop y le hizo a la mesera la seña del índice y el pulgar extendidos, moviendo la mano cerca de la boca para que le trajera otro.

Juan Esteban no quiso presionarlo, sabía mejor que nadie lo hiriente que podía ser Martín cuando estaba enojado. Estuvieron en silencio hasta que se comieron los completos y Juan Esteban propuso temas de conversación, el silencio le generaba ansiedad, no podía estar con alguien sin decir nada, le preguntó si ya había decidido renunciar a la pega y si con Natalia irían a vivir al sur. Martín se relajó y le comentó que no sabía, que Natalia estaba dispuesta a partir al día siguiente a Punta Arenas, pero que él aún no tomaba una decisión. El inicio de la plática fue auspicioso, Juan Esteban estaba seguro de que, así como si nada, pillaría volando bajo a Martín y podría sacarle algún comentario, pero fue una ilusión, no lo logró, así que entre frase y frase revisaba los comentarios de sus publicaciones, lo que terminó por aburrir a Martín. Pidieron la cuenta, pagaron, terminaron el resto de cerveza que les quedaba y salieron, se despidieron y Juan Esteban se dirigió al Metro, Martín prefirió caminar un rato. Se asomó a la Avenida Portugal a mirar las enormes pantallas y letreros luminosos que de noche hacían ver la calle como un parque de diversiones sin lógica, donde todo lo que atraía la vista fue ubicado en su lugar sin ningún sentido, solo porque sí, por una mano a la cual no le importaba la armonía. Un nudo en el estómago se le hizo insoportable, sabía que no era por el completo. Caminó por la Alameda un par de cuadras y se aburrió, detuvo un taxi, le dio las indicaciones al conductor y luego apoyó el brazo en la ventana para mirar las pantallas y carteles que en ese sector formaban muros entre los cuales corría la avenida. Es verdad, murmuró, de noche el cuento es otro, es todo tan tuja.

(Continuará)

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