Como un pajero definen a Carlos los pocos amigos que le quedan del colegio y la universidad y uno que otro que se sumó durante los últimos años a su círculo social disminuido. Lo mismo opinan quienes lo conocen a medias de la plaza donde pasea a su perro y de la ferretería que fundó su abuelo y que luego heredó de su padre. Ninguna de estas personas destacaría el entusiasmo como uno de los rasgos distintivos de su personalidad, ni siquiera lo mencionaría como atributo secundario o terciario, porque su esencia va por otro camino, ese que lleva al desgano y a la indecisión. Podrían señalar características como generoso y de trato amable, pero lo primero que se les vendría a la mente siempre sería “pajero”. Carlos lo sabe, de hecho, sus más cercanos se lo dicen directamente con cariño la mayoría de las veces y unas pocas para molestarlo.
Nunca le importó, pero cuando cumplió 55 años se aburrió del mote y con una impulsividad nunca vista en él desde que se hizo cargo de la ferretería, se impuso la meta de darle un giro a su vida. Pensó en el que fue décadas atrás, ese púber alocado y más tarde universitario temerario que supo hacer de las suyas sin remordimientos, un sinvergüenza al que muy pocas cosas le importaban y entre ellas no estaban las habladurías. Pero no, mejor no volver a lo mismo, se dijo. Tenía que transformarse, evolucionar, volverse crisálida y brotar como algo nuevo.
Al finalizar el día de su cumpleaños abrió el calendario del computador y marcó como inicio de su propósito ese 18 de julio, a ver cuánto se demoraba en llegar la primera oportunidad para dar el vuelco que necesitaba. Pero lo más probable es que no se diera cuenta y la desaprovechara, así que, para evitar otra decepción, ejercitó la concentración durante una hora diaria a través de la lectura, juegos de ingenio y puzles, o con el ajedrez cuando tenía tiempo para invitar al viejo que vendía con él en la ferretería, el que siempre se aburría a la mitad de la partida y se dejaba ganar para irse lo antes posible a hacer algo más provocativo.
Pasó el tiempo y una tarde creyó que el momento había llegado. Cualquiera de sus amigos habría quedado con la boca en el suelo al ver la excitación con la que reaccionó al recibir un mensaje en su celular con una fotografía adjunta. Estaba en el baño cuando lo vio, se limpió lo mejor que pudo y corrió al escritorio con decisión. Era un Carlos enérgico, eufórico pero contenido, de movimientos más sueltos que lo acostumbrado. Tenía un sonrisa que rara vez le adornaba la cara cuando abrió el calendario en el computador. Pasó el índice por la pantalla de un día al siguiente y sumó 67, hasta el 23 de septiembre, más de dos meses desde la fecha señalada.
Pero ese Carlos desapareció apenas terminó de sumar, cuando su cabeza dejó de lado el cálculo y se enfocó en el origen del impulso: la fotografía era de hace 30 años y, sin razón aparente, fue enviada por una persona que en el pasado fue importante y que en ese momento no significaba nada para él. Se engañaba, fue una sorpresa, de eso no dudó, pero por ningún lado podría considerarla como una oportunidad para algo. En sus ensueños imaginaba otras cosas, como la aparición de una persona, cualquiera que fuese, quizás un sabio o maestro en algo que desconociera, que agitara sus creencias y le hiciera ver las cosas desde otra posición, no desde donde estaba y menos desde donde estuvo; o verse envuelto en una aventura o peligro del cual saliera airoso gracias a su temple y valentía y que lo dejara convertido en otro Carlos. Todo muy cinematográfico.
La foto mostraba un lugar registrado en su memoria, pero en el que no recordaba haber hecho lo que se veía: aparecía sentado al costado de una mesa de terraza de plástico blanco, sin polera y con un traje de baño que lo más probable fuera prestado porque no coincidía con el estilo de los que usaba tres décadas atrás. Debajo del pecho de pelo abundante asomaba un estómago prominente, no tanto como para decir que fue un barrigón y no tan escaso como para pensar que alguna vez fue fibroso. Y si esos abdominales lacios lo avergonzaron, más lo hizo el mismo índice que usó para contar los días en el computador, que en la foto aparecía hurgando su nariz. En la mano izquierda apretaba un vaso con un líquido oscuro que debía ser una Piscola, quizás un Cuba Libre, y lo rodeaban amigos que hace años no veía haciendo gestos igual de estúpidos. Retomar viejas amistades, por ningún motivo, esa no era la oportunidad que quería.
Carlos volvió a ser el Carlos del presente, aunque el periodo fue tan fugaz que es difícil asegurar que en algún momento dejó de ser el Carlos clásico. Cansino y con la sonrisa desterrada de la cara, volvió a sentarse frente al escritorio y se ocupó de lo que había dejado de lado, suficiente tenía con perder un sábado por no terminar el informe de entradas y salidas de la ferretería que debió dejar listo hace una semana. Revisó facturas, ingresó números en la planilla, parecía saber lo que hacía, pero no, algo lo perturbaba. Escribió mal varias cifras y vamos con el Control Z una y otra vez, forzó su enfoque como lo hacía en los juegos de ingenio, pero siguió cometiendo errores, Control Z de nuevo, a veces variaba seleccionando el botón Deshacer. Algo en la fotografía no le calzaba. Fijó los ojos en la pantalla del computador y siguió tecleando para olvidar esa sensación de que algo estaba fuera de lugar. No resistió y otra vez con decisión, no la misma de antes, esta venía impregnada de oscuridad, encendió el celular.
En una segunda mirada notó un detalle en la imagen que lo dejó helado: pese a saber que era él quien aparecía con el índice metido en la nariz, el rostro no era el suyo, y aquí no nos referimos a la transformación que produce en el cuerpo el paso del tiempo, eso nos hace irreconocibles ante otros, no para nosotros mismos. La fisonomía del semblante era otra, como si alguien hubiera pegado la cara de un desconocido sobre la suya. El color del pelo era el mismo, pero el resto no coincidía: la nariz tenía un aire aguileño y estaba un poco torcida a la derecha, no era fina y simétrica; los labios carnosos se curvaban en un gesto ególatra como si el mundo le debiera algo, no era la boca delgada y seria que conocía; los ojos eran oscuros y no claros, y el de la izquierda estaba más abajo que el derecho; el rostro se veía alargado con pómulos de famélico, no redondeado y comprimido; la sonrisa mostraba una separación entre los chocleros y en los incisivos inferiores, no una corrida de dientes en estado razonable para su edad. La barriga coincidía con la suya, aunque ahora estaba más contraída, y hasta los pezones eran reconocibles. Pero el rostro no era el suyo. ¿De quién mierda es esa cara? Este imbécil me está agarrando para el hueveo.
Carlos guardó el celular en el bolsillo del pantalón y caminó hasta la ventana de la habitación, ahí se quedó mirando el patio trasero de la casa, el pasto descuidado, los arbustos secos al fondo, el parrón perpendicular a la derecha y los pilares que lo sostenían todos agrietados. La casa que compró su abuelo, que luego pasó a su padre y después a él, como la ferretería. Trató de recordar cuántas veces quiso arreglar los pilares para dejarlos elegantes como se veían en los incontables asados del abuelo, cuando la familia disfrutaba el fresco bajo las parras en verano o sacaba uvas maduras a principios del otoño, mientras los viejos empinaban el codo y se teñían los dientes con tinto junto al fuego, peleándose por imponer el método correcto para preparar la carne. Ahora el asador de ladrillos estaba derrumbado, con los fierros de la parrilla doblados y macerados en óxido y grasa antigua, quizás cuántos años pasaron desde la última vez que alguien los limpió con una cebolla.
Sacó el teléfono y volvió a abrir la foto, con el pulgar y el índice la amplió hasta dejar la cara no identificada abarcando toda la pantalla. No era experto, pero le pareció que la imagen no estaba trucada, además, el que se la envió no se atrevería a eso después de la pelea que tuvieron. Caminó al baño, pero no entró, en el umbral se arrepintió de lo que iba a hacer, era una idiotez mirarse al espejo con el celular pegado a la oreja para confirmar si estaba loco o de verdad ese rostro era de otra persona. Se inclinó por la primera opción, es imposible que alguien mute tanto por mucho tiempo que pase. Estoy viejo y aburrido, eso es todo.
Y melancólico. Nunca había extrañado tanto como en ese momento las tardes familiares convocadas por el abuelo. Volvió a ser el Carlos niño. Su padre siguió con la tradición de la parrilla y, aunque en menor medida, fue suficiente para mantener por un tiempo ese mundo pequeño y a la vez enorme que contenía toda la belleza que necesitaba. Después, toda usanza murió con Carlos. Por alguna razón, el apetito se le desbocó. Se dedicó a otras cosas, a probar, a tensionar los límites, a ver qué sucedía si jugaba en otros territorios. El mundo era demasiado grande y sabía que era imposible abarcarlo todo, pero intentaría agarrar lo más posible, hasta donde pudiera o quisiera. Y aunque en él no está el arrepentirse y trata de aceptar todo sin quejas, le hubiera gustado haber sido más despierto, más calmado y medido, no era necesario apurarse tanto, para qué seguir comiendo cuando ya se sació el hambre. De esa forma, ahora no tendría esas visiones que aparecieron para confirmarle que nunca las olvidó. Envejeció y regresó el Carlos adulto.
Pero la duda no lo dejaba en paz, así que otra vez abrió la fotografía, la amplió de nuevo y miró. La fue moviendo para recorrer cada milímetro de la cara y esta vez distinguió un detalle que no vio en las vistas anteriores, la cicatriz en la sien derecha, esa que le dejó su padre cuando lo golpeó sin querer con el portón del estacionamiento de la casa, al no darse cuenta de que su hijo de ocho años estaba al otro lado. La visión lo calmó, al fin pudo reconocer algo, la marca café sobre la piel pálida. Aliviado, tocó la sien para convencerse de que la cicatriz seguía ahí, pero no sintió la aspereza que siempre tuvo, todo era suavidad. Recorrió una y otra vez el área con la yema del índice y nada.
Corrió al baño, ahora sí cometería la idiotez de mirarse en el espejo y contrastar. En lo digital sí había una cicatriz, en la carne no. Lanzó el teléfono al suelo y sacó un cajón del mueble del lavamanos, dio vuelta el contenido y arrojó en la superficie varias cajas de medicamentos, abrió la de clotiazepam y mascó la mitad de una pastilla. Mientras hacía efecto se metió en la tina, cerró los ojos e intentó calmar la respiración, pero el pánico se avecinaba, así que abrió la llave del agua helada, se sacó los zapatos y así se quedó un buen rato, con la manguera de la ducha en la mano mojándose los pies hasta congelarlos. Tenía que buscar la manera de disipar el nubarrón que le oscurecía la mente, así que decidió ir donde su hermana, ella entendería. Vivía a unos 20 minutos a pie, pero llegó corriendo en 10. Tocó el timbre del citófono.
—Laura, el Carlitos—, anunció.
—Ah, eres tú—, se escuchó por el parlante y luego hubo silencio. Después, el sonido eléctrico de apertura de la reja de entrada.
—Carlitos, estás como hiperventilado, ¿te pasa algo?—. Él entró en la casa y fue directo a la cocina, tomó asiento en la mesa de desayuno.
—Nada, solo quería tomarme un café contigo, me tocó trabajar hoy y necesito relajarme—. Mientras Laura preparaba el café, se cambió de asiento para quedar frente a ella y comenzó a pasarse los dedos por la sien derecha.
—¿Te acuerdas de Roberto?—.
—Sí, el hueón con el que te peleaste—.
—Me mandó una foto de cuando carreteábamos juntos—.
—¿Se amigaron?—.
—No—.
—¿Entonces?—. Carlos le mostró la fotografía y le explicó que era él, pero con otro rostro.
—¿Cómo que no es tu cara?
—Ese no soy yo, o sea, es mi cuerpo, estuve ahí cuando tomaron la foto, pero ese rostro no es mío—. Laura miró de nuevo la fotografía, juntó un poco los párpados para enfocar y movió los ojos alrededor de las cuencas examinando cada detalle de la imagen.
—Ahí están todos los hueones con los que carreteabas, el Cristián, ese orejón es el Fernando, el Lucho, ahí está Roberto, puta que era bueno para el copete ese hueón, a los demás no los conozco, y ese eres tú sacándote un moco—.
—Mira bien, esa no es mi cara—.
—No, ahora estás más viejo y feo—.
—¡Puta madre!—, gritó Carlos poniéndose de pie y, de un manotazo involuntario, botó el florero de la mesa que contenía unos crisantemos medio añejos. Laura levantó la mano con el índice extendido para decir algo, pero en lugar de eso tomó un paño y secó el agua que se derramó hasta el piso. Él no ayudó, se quedó de pie con la taza de café en la mano mirando cómo su hermana arreglaba el desastre que dejó.
—¿Crees que uno pueda cambiar?—, habló el Carlos joven.
—Se supone que ya habías superado todo eso, estás demasiado viejo para seguir preocupándote por pendejadas—, Laura habló como una madre.
—No me respondiste—.
—No hiciste nada en ese momento, ahora no puedes hacer nada y nada pasó. Supéralo—, volvió a hablarle como hermana.
Carlos se disculpó por romper el florero, otra vez era el Carlos adulto. Salió de la cocina hasta la puerta de entrada y ahí se detuvo a pensar unos minutos. Laura preguntó si ya se iba o se quedaría para terminar el café. Él no respondió, sacó su celular y abrió el mensaje de la fotografía. Qué buenos carretes nos pegamos, un abrazo, Roberto, decía el texto. Carlos se tomó una selfie y la envió con el mensaje, Inolvidables, compadre, ¿cómo has estado? Y como respuesta recibió un Gracias por contestar, pensé que no responderías, pero, ¿quién es el de la foto?